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Ilustración de una obra de H.G. Welles titulada
"Pequeñas guerras"
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Imagínese por un momento que usted tiene una riña con sus vecinos.
Pero no una riña común. Es una pelea de larga data porque las casas y
propiedades donde ustedes y sus familias viven han sido parte de su patrimonio
durante generaciones, desde la época de sus abuelos o bisabuelos. Ha habido
intentos de reconciliación, mediación, juicios, y así sucesivamente a través de
las generaciones, pero nada ha funcionado.
Mientras tanto, la enemistad ha dejado de ser cuestión de líneas de
propiedad o cercos para privacidad y se ha tornado algo personal. Los
contrincantes en la disputa —porque ahora es una auténtica disputa— han
decidido que el problema no es la causa original de la riña (que ahora es
difícil recordar lo que realmente era), sino que usted y sus vecinos son
simplemente enemigos. No encuentran puntos de coincidencia. No comparten la
misma raza, religión o credo. No son del mismo origen étnico o nacional. Sus
ideologías políticas están diametralmente opuestas. Usted asume ya que no hay
base para la negociación entre ustedes y está cansado de negociaciones inútiles
y acciones legales ineficaces. Así que decide tomar al toro por las astas.
Usted decide que no sólo está justificado en el uso de la violencia para
resolver el problema, sino también que, de hecho, ni sus vecinos de al lado ni
nadie como ellos tienen derecho a existir, y punto. Porque mientras estén
vivos, usted supone, habrá problemas.

Así que usted se encarga y establece un plan de batalla (o más bien,
en realidad, un plan de exterminio). Usted y sus vecinos de ideas afines
invierten y compran armas, bidones y mucha nafta para todo el barrio. Y un buen
día, usted y sus seguidores se encuentran en su casa y, desde ahí, en una ola de
violencia masiva, salen a tomar la otra mitad de la cuadra a sangre y fuego, lanzando
sus bidones de nafta con mechas encendidas a través de las ventanas, golpeando
y acuchillando a los vecinos no deseados mientras huyen de sus hogares en llamas,
acribillando a tiros a los que se paran a presentar batalla, matando incluso a
algunas mujeres y niños en plena huida para hacer un ejemplo de ellos, para
asegurarse de que reciban el mensaje, que ésta es su cuadra y que nunca más
serán bienvenidos aquí.

Mientras tanto, los pobladores del resto del complejo urbano del cual
su manzana forma parte se limitan a quedarse ahí, de brazos cruzados,
observando todo lo que pasa. O si no, tal vez simplemente se encierran en sus
casas e ignoran por completo el ruido y los gritos de agonía.
¿Por qué?
Porque no tienen jurisdicción alguna sobre usted. Hace mucho tiempo, su
pequeño rincón en el mundo decidió que cada vecindario se administraría a sí
mismo, haría sus propias reglas, establecería su propia justicia. Así que usted
no está preocupado en lo más mínimo de que alguien lo vaya a apresar por
dirigir una matanza en masa o de llevar a cabo la limpieza étnica que ha
orquestado. En su manzana, usted es la ley. No hay otra autoridad más alta que
la suya a quien apelar. Usted, básicamente, puede hacer lo que le dé la gana a
quien quiera en su barrio.
Ahora bien, dentro del complejo urbano del cual forma parte su vecindario, existe, de hecho, un foro
universal para la justicia, un tribunal instituido para administrar justicia a
la comunidad en su conjunto. Se basa en los principios fundamentales del estado
de derecho y tiene la misión de garantizar los derechos humanos y civiles
básicos a toda persona que se encuentre dentro de su jurisdicción. El único
problema es que los barrios y distritos a los cuales se supone administra justicia
son los mismos a los que debe su poder jurisdiccional. Y como tales, son los mismos
barrios los que deciden qué tan eficaz es ese poder, no porque puedan escoger
lo que el tribunal puede o no puede investigar, sino porque tienen el poder de
aceptar o rechazar la jurisdicción del tribunal una vez establecida.
Usted, como líder de facto de su barrio, ha decidido que no quiere que
la corte se entrometa en sus asuntos (es decir, que no lo acuse a usted o a sus secuaces de cometer crímenes de
lesa humanidad y genocidio, entre otras cosas), así que cuando se le pidió que
firmara una carta orgánica otorgando a la corte su jurisdicción, usted simplemente
se negó a firmar. Tan simple como eso, el tribunal no tiene jurisdicción sobre
usted y usted, por lo tanto, puede llevar a cabo una matanza en masa, y ninguna
corte lo puede tocar.
Mientras tanto, si sus antiguos vecinos —los que usted torturó, asesinó
y persiguió hasta en el exilio— decidieran usar los mismos métodos contra usted
para recuperar su antiguo barrio, se encontrarían sujetos a proceso penal por
los mismísimos crímenes de lesa humanidad por los cuales, a usted, nadie lo
puede procesar.
¿Por qué?

O quizás, no... Ya que, si llegaran a enterarse de que el tribunal se
encuentra a punto de entablar un juicio contra ellos, podrían decidir dejar sin
efecto su ratificación de la carta orgánica de la corte y dejar de reconocer su
jurisdicción. En ese caso, el tribunal tampoco podrá juzgarlos a ellos por las
atrocidades que llegaran a cometer. O sea, en los barrios que no reconocen a la
corte, la ley local, incluso la que se dispensa desde el cañón de un arma de
fuego, es la única ley que existe, y la gente en tales barrios está a su
merced.
En otras palabras, el tribunal sólo puede juzgar a los criminales siempre
y cuando los criminales mismos den su permiso para ser juzgados. Si no es así,
el tribunal no tiene jurisdicción.
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CPI: Usted queda acusado de mantenerse prófugo de la justicia
internacional: ¿Cómo responde? ¿Culpable o inocente?
EEUU: ¡Más grande!
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¿Todo esto le suena surrealista? Si no es así, debería serlo, porque,
de hecho, es surrealista. Es el apogeo de lo absurdo absoluto, pero es, de
hecho, el dilema que enfrenta, desde su fundación, la Corte Penal Internacional
(CPI), debido a una serie de obstáculos intencionales instituidos en las
Naciones Unidas, aparentemente para dar la ilusión de una justicia
internacional, pero sin proporcionar las herramientas necesarias para que sea
un medio realmente eficaz para investigar y castigar a los autores de las
guerras de agresión, los genocidios, los crímenes de guerra y otras violaciones
de los derechos humanos en todo el mundo.
La resistencia a la creación de una CPI independiente y plenamente
funcional es, lamentablemente, fomentada a través del mal ejemplo dado por
Estados Unidos y otras grandes potencias, que temen que una CPI verdaderamente
eficaz pueda eventualmente colocar a sus propios líderes en el banquillo del
acusado.
En los próximos días, hablaré en más detalle sobre el estado actual de
la CPI, pero por el momento, que sirva esta nota como simple resumen del dilema
de esta institución internacional.
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