Desde hace algún
tiempo, las señales de advertencia han sido claras para cualquiera que estudie
la evolución de las economías de libre mercado en el mundo. La creación de
empleo no está siguiendo el ritmo de la disminución en la oferta laboral o la
expansión demográfica. La tendencia es hacia un mundo con cada vez más personas
y cada vez menos puestos de trabajo. Mientras que la mayoría de los políticos y
líderes mundiales elogian la revolución tecnológica que ha servido para proveer
extraordinarios avances a miles de millones de personas en todo el mundo, las
fuentes menguantes de empleo legítimo desmienten el optimismo en cuanto a las
posibilidades laborales futuras del trabajador medio. Entre las posibles
soluciones, una de las más destacadas es la idea controvertida de algún tipo de
“subsidio” básico para asegurar la cobertura de las necesidades individuales de
cada persona. Pero esta es una idea que todavía está en su infancia, mientras
que la necesidad de su aplicación práctica puede ser más urgente de lo que se
presume en la actualidad.
En la sociedad capitalista occidental ha existido desde siempre una idea
conservadora de que el capitalista gana dinero a través de la inversión y que
el trabajador se gana la vida con sus habilidades laborales y su sudor. Esa
perspectiva capitalista conservadora, por un lado, considera los impuestos como
una carga injusta para las empresas (y, por lo tanto, como un holgazán a cualquiera
que recibe ayuda social alguna del Estado), pero por otro lado calcula el
trabajo como “un costo” en lugar de un activo (pasivo que debe ser reducido al
mínimo, toda vez que se pueda). Todavía en la actualidad, muy pocas empresas se
encuentran lo suficientemente “aggiornadas” como para ver a los trabajadores
como sus socios en la creación de los productos y servicios que venden y siguen
tratándolos como una responsabilidad inevitable de la que se librarían con
mucho gusto si pudieran encontrar un manera eficaz de hacerlo.
Esto ha sido durante mucho tiempo el quid de la cuestión en el choque permanente
entre izquierda y derecha, entre trabajo y capital. Cuando la mano de obra
seguía siendo un ingrediente crítico en toda la cadena industrial y comercial,
se trataba de una lucha más justa, en la que los sindicatos podían desarrollar el
poder necesario como para hacer frente a las grandes empresas y, a menudo,
obligarlas a reconocer el papel del trabajador mediante la implementación de
prácticas más equitativas de remuneración y beneficios que convirtieron a los
empleados de Occidente en una clase media en pleno crecimiento, la cual resultó
ser un instrumento crucial en la expansión de las economías de consumo del
primer mundo. Pero desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los vertiginosos
avances tecnológicos han estado cobrando su precio en el mercado de trabajo y
desde los años ochenta han socavado gravemente el poder de los sindicatos y,
por lo tanto, la influencia del trabajador medio.
El resultado de estos acontecimientos, particularmente en lo que se conoce
como “el primer mundo”, ha sido la acumulación masiva de riqueza en la parte
superior de la cadena alimentaria, un mercado de trabajo cada vez más flojo,
sindicatos más débiles y una clase media en rápido declive. Y esta situación se
traslada al “tercer mundo”, que, desde hace mucho tiempo, se emplea en las
operaciones manufactureras del “primer mundo” (y más tarde en la tercerización
también de los servicios) como una gran reserva de mano de obra barata y como
un verdadero garrote con el cual vencer cualquier resurgimiento del
sindicalismo en los países desarrollados.
En otras palabras, las divisiones entre los ricos y los pobres son cada vez
más agudas. Y la clave de estos acontecimientos —considerados una bendición por
la patronal y una catástrofe por el trabajador medio— ha sido la impresionante
tecnología avanzada que ha proporcionado por igual a personas de todas las
clases económicas acceso a ventajas hasta entonces inimaginables y al mismo
tiempo le ha quitado, cada vez más, al trabajador un medio de ganarse la vida y
de construir una existencia significativa y satisfactoria. Esto es especialmente
cierto considerando que en los últimos tres cuartos de siglo, la población
mundial se ha duplicado, mientras que la tendencia en los negocios es
proporcionar cada vez menos empleos, reemplazando las habilidades físicas y
mentales con una robótica y una informatización cada vez más frecuentes (léase inteligencia
artificial).
Mientras que en Estados Unidos y Europa los políticos conservadores han
sido rápidos en enmarcar las últimas olas de inmigrantes como “enemigos internos”
que vienen a absorber todos los puestos de trabajo en el mercado, la verdad es
que los trabajos ya estaban en plena disminución y que la mayor amenaza para el
mercado laboral no ha sido ni la mano de obra barata proporcionada por la
inversión extranjera ni la sangre nueva que llega desde el extranjero. El
auténtico enemigo de la mano de obra no calificada, semi-especializada e
incluso en algunos casos la altamente calificada ha sido y es la vertiginosa
expansión de la inteligencia artificial (IA).
Un artículo publicado
recientemente en la revista Wired resumió
el dilema en un titular que decía: La
amenaza de la IA no es la de Skynet. Es la del fin de la clase media. La
referencia al nefasto sistema de computarización, Skynet, en la clásica película de ciencia ficción Terminator, de la década de 1980, que se
convierte en autoconsciente y libera una guerra robótica con el fin de destruir
a la raza humana, parecería ajustada a la realidad actual en que muchos
millones de trabajadores están siendo desplazados a raíz de puestos de trabajo
engullidos por las aplicaciones informáticas y la robótica. Pero el artículo
deja en claro que el objetivo de la realidad informática no es la aniquilación
de la especie humana, sino la destrucción de la institución del trabajo humano.
Según Wired, un grupo de científicos
reunidos en el centro de conferencias Asilomar en California para discutir el
problema parecía más preocupado por la manera en que la clase media se está “ahuecando”
que por amenaza alguna del tipo Skynet.
“Estoy menos preocupado por los escenarios del tipo Terminator,” dijo el economista del prestigioso Instituto
Tecnológico de Massachusetts (MIT) Andrew McAfee en su discurso el primer día
en la conferencia de Asilomar. “Si la tendencia actual continúa, la gente va a rebelarse
mucho antes de que lo hagan las máquinas.”
Wired
continuó diciendo que “McAfee señaló datos recopilados recientemente que
muestran una fuerte caída en la creación de empleos de clase media desde la
década de 1980. Además, la mayoría de los nuevos puestos de trabajo se
encuentra en el extremo más bajo de la escala salarial o en el extremo más alto
del escalafón.” Pero la revista indicó que, a pesar del mensaje sombrío de la
presentación, otros investigadores tendían a expresar una visión aún más
extrema respecto de la situación y más tarde, en los pasillos de Asilomar
después de la charla de McAfee, muchos le advirtieron al disertante que la
revolución que se avecinaba en la IA eliminaría muchos más trabajos mucho más
rápidamente de lo que él estaba postulando.
El problema inmediato
es que, mientras en general, los capitalistas han tendido a incorporar y a alabar
a la revolución tecnológica, ignorando alegremente sus probables consecuencias
sociales —considerando, a lo mejor, que las mismas no son “problema suyo” —economistas,
sociólogos y un puñado de políticos han estado advirtiendo durante décadas que si
se sigue postergando la formulación de una efectiva solución para atenuar esas
consecuencias a futuro se estará engendrando un potencial caos social masivo de
proporciones inimaginables. Uno podría muy bien argumentar que el resurgimiento
actual de los movimientos populistas de extrema derecha como los que condujeron
a la Segunda Guerra Mundial son justamente una manifestación abierta de esta rebelión
inminente. Y la conclusión de muchos expertos ha sido que si la institución del
trabajo honesto está de hecho en plena tendencia decreciente, entonces la
sociedad necesita encontrar un medio de permitir que la población en general
sobreviva, al menos, sin la necesidad de tener un trabajo estable.
La conclusión a la que han llegado numerosos investigadores sociales y
económicos es que existe ya mismo, y que existirá de manera imperiosa en el
futuro, una creciente necesidad de que la sociedad se asegure de invertir una
parte de la riqueza que genera en el pueblo entero, en la forma de un “subsidio”
básico de algún tipo para reemplazar o al menos complementar el trabajo como
medio de “ganarse la vida” (o en otras palabras, como medio de supervivencia). A
la herramienta teórica para hacer esto se ha dado una serie de nombres, pero el
más común es “ingreso básico universal” (o IBU).
Las ventajas y consecuencias del IBU son múltiples y dignas de un profundo
debate, pero la idea básica detrás de él es que como los empleos desaparecen
por millones (algunos expertos calculan que hasta el 47 por ciento de todos los
empleos actuales estarían en riesgo de desaparecer debido a los avances en la
inteligencia artificial en un futuro no muy lejano), la sociedad necesariamente
tendrá que adaptarse. Las empresas y los gobiernos no pueden simplemente borrar
cientos de millones de empleos que nunca volverán, dejando a la deriva a
quienes los ocuparan, sin arriesgarse al caos social, a la violencia y al
surgimiento de sistemas políticos de facto. Máxime cuando la creación de nuevos
puestos de trabajo se está quedando muy atrás. Guste o no, la solución más
eficaz, que cada vez más científicos sociales proponen, sería que aquellos que
se benefician de la sociedad contribuyan a cubrir las necesidades básicas de
esa sociedad y que la mejor manera de asegurar que esas necesidades estén
realmente cubiertas es mediante el pago de un subsidio básico directo a cada
ciudadano, para que su subsistencia ya no esté más en riesgo.
Esta idea es, por supuesto, la antítesis absoluta de todo lo que nosotros
en la sociedad occidental hemos sido educados para creer. Hemos sido imbuidos
con la creencia de que el éxito es el resultado del “trabajo honesto”, que el
trabajo es un “derecho básico”, que el aceptar la ayuda social es un “paso
vergonzoso” que equivale a “vivir de arriba”, y que el trabajo ennoblece y empodera
al común de hombres y mujeres. Esta mentalidad también culpa, por consiguiente,
a los desempleados por su propia
situación, como si el hecho de ser despedido demostrara una falta de valor como
miembro útil de la sociedad, y marca los logros a los cuales uno pudiera
acceder sin remuneración alguna a cambio como meros “pasatiempos”, o incluso
como “una pérdida de tiempo”. Ninguna de estas creencias, por noble, digna y
bien intencionada que sea, nos prepara para lo que parece ser la disminución
irremediable en los puestos de trabajo disponibles, o para lo que Jeremy Rifkin
ha descripto como el inevitable “fin del trabajo”.
Lo que se necesitará en el futuro, entonces, será una reestructuración
masiva de la sociedad, tal como la conocemos, si queremos evitar el escenario
típico de la ciencia ficción de un planeta desperdiciado y los restos de la
especie humana luchando con ratas y cucarachas por una escasa participación en
los escombros de una civilización que alguna vez fue grande. Sin embargo, hasta
que pueda tener lugar ese proceso de reestructuración planetaria, el IBU
parecería ser el medio más práctico para afrontar el creciente problema del
deterioro de las clases sociales, la marginalización, la indigencia y las semillas
de una revolución mundial que este proceso podría sembrar. Algunos de los
principales defensores de este concepto son Rutger Bregman, Milton Friedman,
Guy Standing, Hillel Steiner, André Gorz, Ailsa McKay, Karl Widerquist, Peter
Vallentyne y Philippe Van Parijs.
En la visión de la mayoría de sus partidarios, el IBU difiere de otras
formas de seguridad social en el hecho de ser incondicional. En otras palabras,
está diseñado para ser un ingreso básico pagado a todos los ciudadanos o
residentes de un país en forma regular —una suma incondicional de dinero,
proporcionada por el gobierno o por algún otro tipo de institución pública, por
encima e independientemente de cualquier otro ingreso que las personas pudieran
ganar por otra parte. Es, pues, un medio de garantizar la subsistencia básica
de todos los ciudadanos en un mundo en el que los empleos cotidianos serán cada
vez más escasos.
En artículos futuros, hablaré más específicamente sobre las teorías y
controversias que rodean al IBU y sobre las posturas de algunos de los más
conocidos expertos en el tema.
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