
En un momento en que el mundo nunca ha necesitado más unirse en búsqueda
de la paz y la cooperación, sus naciones líderes están permitiéndose el lujo de
consentir el capricho autista de una minoría autocrática de adoptar políticas
aislacionistas y un retorno a los sentimientos nacionalistas radicales. Tanto
literal como figurativamente, se están erigiendo muros para dividir a los
pueblos en lugar de construir puentes para unirlos. Los aspirantes a
autoritarios están cortejando a aquellos ya establecidos, mientras que los
antiguos aliados se enfrentan entre sí. Los nacionalistas extremos están siendo
estimulados a un estado febril, y sus
sentimientos perversos están siendo legitimados para crear una base subyacente leal
a los designios autoritarios.
Estas condiciones por lo espeluznante son similares a las que llevaron a
la Segunda Guerra Mundial, que mató a decenas de millones de personas y fue la
peor guerra de la historia. Pero estos son tiempos diferentes, con armas mucho
más poderosas y con una tecnología de tipo ciencia ficción puesta a su
servicio, suficiente poder de fuego y siniestro conocimiento para autodestruir
todo el planeta y traer la extinción de la humanidad por su propia mano. Y si
la guerra no lo hace, la destrucción ecológica de nuestro entorno y/o una
inteligencia cibernética fuera de control prometen hacerlo.
Un ejemplo es una propuesta actualmente sobre el tapete en el gobierno del
presidente estadounidense Donald Trump para formar una sexta rama de las
Fuerzas Armadas de ese país —además del actual Ejército, Armada, Fuerza Aérea, Infantería
de la Marina y Prefectura Naval— para hacer frente a la posibilidad de eventuales
operaciones militares en el espacio ultraterrestre. Se llamaría la Fuerza
Espacial de Estados Unidos (USSF), expansión de una propuesta en 2002 para la
creación de un Cuerpo Espacial por el entonces rimbombante secretario de defensa
Donald Rumsfeld, quien ejerció esa cartera en el gobierno de George W. Bush.
Estados Unidos ya tiene programa espacial militar sobre el cual se habla
poco, y que forma parte de la Fuerza Aérea, a saber, el Comando Espacial de la
Fuerza Aérea de EEUU. A pesar de la oposición de una multitud de líderes
militares (tanto actuales como anteriores), legisladores y expertos aeroespaciales,
el actual presidente de Estados Unidos ha afirmado pública y reiteradamente que
“vamos a tener la Fuerza Aérea, y vamos a tener la Fuerza Espacial”, y ha
indicado que serían “dos ramas separadas pero iguales” de las Fuerzas Armadas.
El razonamiento detrás del entusiasmo del actual gobierno de EEUU se
traduce en una nueva Guerra Fría y en una carrera armamentista acompañante, en
este caso, una carrera combinada tanta armamentista como aeroespacial. En 2007,
China lanzó un arma capaz de destruir satélites artificiales en el espacio.
Para demostrar la exitosa creación de este nuevo dispositivo cazador-liquidador,
el gobierno chino destruyó uno de sus propios satélites meteorológicos. Un año
después, Estados Unidos destruyó también uno de sus propios satélites en el
espacio, y así comenzó, trayendo una idea bélica respaldada por las dos
naciones más poderosas del mundo en lugar de una de cooperación en el espacio.
En realidad, la idea había surgido mucho antes, durante la presidencia de Ronald
Reagan, cuyo gobierno había propuesto un programa con el apodo “Guerra de las
Galaxias (Star Wars), ambicioso plan que Reagan luego descartó al no lograr que
ganara fuerza en el Congreso.

De manera paralela, la administración de Trump enfureció al presidente
ruso Vladimir Putin al apoyar el mantenimiento de ciertas sanciones al régimen
del líder autocrático, pero el propio Trump se ha mostrado reacio a castigar o
incluso criticar a Putin por las acciones militares de este último contra
Ucrania, la anexación de Crimea, la intromisión clandestina en las elecciones
presidenciales de EEUU, o su papel para apuntalar la nefasta dictadura de Bashar
Al Assad en Siria, donde cientos de miles han muerto y que, en la actualidad, representa
la mayor y más horrorosa de las guerras por encargo en el mundo.
Lo opuesto es el caso del tratamiento por parte de Trump con los aliados
de Washington en Europa Occidental, a quienes ha confundido y azorado al
mostrar gran desprecio por la antigua alianza de la OTAN y al acusar a las
naciones europeas de aprovecharse de Estados Unidos, mientras que ha dado
prioridad intencional a cumbres con autócratas como Kim Jong Un y Putin, al
tiempo que deja de priorizar el papel de los Estados Unidos como amigo y
defensor de Europa.
Tan deterioradas se encuentran las relaciones entre el gobierno de Trump
y los que han sido hasta ahora los aliados más estrechos de su país, que el
presidente de la UE, Donald Tusk, se sintió obligado a escribir la semana
pasada: “Pese a nuestros esfuerzos incansables por mantener la unidad de
Occidente, las relaciones transatlánticas están bajo inmensas presiones por
culpa de las políticas del presidente Trump. Lamentablemente, las divisiones
van más allá del comercio...A mi entender, mientras esperamos que todo salga de
la mejor manera, nuestra Unión debe estar preparada para enfrentarse al peor
escenario posible.”
La jefa de gobierno alemana, Angela Merkel, presagió el punto de vista
de Tusk más temprano este año al afirmar durante las conferencias de los países
G7 y de la OTAN que con la decisión de Gran Bretaña de abandonar la UE y la
elección de Donald Trump en Estados Unidos, la Unión Europea ya no podía contar
con la cooperación de esas dos naciones occidentales. Sugiriendo que la antigua
alianza occidental formada después de la Segunda Guerra Mundial se estaba
deteriorando rápidamente, a fines de mayo Merkel dijo: “Los tiempos en los que
pudimos confiar por completo en los demás se han, de alguna manera, acabado...
Los europeos realmente tenemos que tomar nuestro destino en nuestras propias manos.”
Todo esto en el marco de la política de Trump de extender su guerra comercial
más allá de China a sus tradicionales aliados en Europa y Canadá.
Mientras tanto, en la preparación de su próxima cumbre con Putin, Trump
continuó con su consistente política de dejar pasar las transgresiones del
hombre fuerte ruso, quien, por cierto, no es amigo de la democracia, de Europa
occidental o de EEUU. Aunque finalmente y de mala gana el presidente
norteamericano dijo que podría discutir con Rusia el haberse inmiscuido en las
elecciones que Trump ganó raspando en 2016, después de meses de ignorar la
confirmación de la comunidad de inteligencia norteamericana sobre el papel de
Rusia y sugerir reiteradamente no creer que Putin tuviera nada que ver con eso.
Además, culpó a su predecesor, Barack Obama, de “perder Crimea” en lugar de
culpar a Putin de anexar esa república autónoma, para luego afirmar que
Washington y Moscú habían “acordado estar en desacuerdo sobre Crimea”, mientras
que el gobierno de Putin simplemente dijo que el tema de Crimea se encontraba “fuera
de la agenda” para la cumbre.
Recientemente, la renombrada Institución Brookings —descrita por The Economist como “quizás el grupo de
expertos más prestigioso de Estados Unidos”— organizó una presentación sobre “La
democracia en la era Trump”, que prologó afirmando lo siguiente:
“Desde Rusia hasta Sudáfrica, desde Turquía hasta Filipinas, desde
Venezuela hasta Hungría, los líderes autoritarios se han llevado por delante
las restricciones a su poder. La libertad de los medios y el poder judicial se
han erosionado. El derecho al voto puede permanecer, pero el derecho a que se
cuente el voto no. Hasta las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016,
el declive global de la democracia parecía ser una preocupación sólo para otros
pueblos en otras tierras. Sin embargo, algunos ven el ascenso político de
Donald Trump como el final de ese optimismo aquí en casa.”
Continuará...
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