“Aquí es donde la revolución se inicia”, dicen Leila Al-Shami y Robin Yassin-Kassab en su libro, Burning Country (País en llamas, Pluto Press 2016), “antes que las armas y los cálculos políticos, antes que, incluso, las manifestaciones: en los corazones de las personas, en la forma de nuevos pensamientos y nuevas palabras sin restricciones.”
La tragedia de la llamada “guerra civil” en Siria se ha vuelto tan inexpresablemente monumental y monstruosa que, para el público en general en todo el mundo, se ha destilado en un mero conjunto de sombrías estadísticas, en el titular actual de “peor conflicto del mundo”, en la fuente de la mayor parte de la crisis migratoria de Europa, pero manteniéndose inimaginable y, más triste aún, impensable para la mayoría en términos del horror que sucede allí a diario. Siria es un país donde una familia de dictadores apañada por superpotencias ha gobernado durante más de cuatro décadas logrando, hasta el año 2011, callar a todo oponente, y gobernar de manera autocrática a generaciones resignadas a una vida en silencio. Según Al-Shami y Yassin-Kassab, “Siria fue alguna vez conocida como ‘el reino del silencio’. Pero en 2011 estalló en discurso, no de una voz sola, sino en las de millones. En una inmensa oleada de energía reprimida durante mucho tiempo, un movimiento de protesta no violenta cruzó fronteras sectarias y étnicas y se extendió a todas los sectores del país. Nadie lo podía controlar, ningún partido, líder o programa ideológico, y mucho menos el aparato represivo del estado, que aplicaba disparos de armas de fuego, detenciones masivas, violaciones y tortura, incluso de los niños…” Después de cuatro años de guerra arrolladora e incesante en la cual los conflictos regionales han embarrado la cancha, el terrorismo islamista ha aprovechado el caos para expandir y profundizar su yihad, las superpotencias se han empeñado en no sólo demorar una solución pacífica sino en verter combustible sobre las llamas, y el régimen sirio ha empleado terribles dispositivos de guerra, prohibidos por todas las convenciones humanitarias del mundo, para asesinar, mutilar y matar de hambre a su propio pueblo —incluyendo a civiles inocentes desde niños hasta ancianos— la historia de cómo empezó todo se ha tornado más bien anecdótica. No importa, sin embargo, cómo las potencias tanto occidentales como orientales utilicen eventualmente su poder para meter una cuña entre los beligerantes y tratar de improvisar una “solución” en su propio beneficio y en su propia imagen, la historia auténtica de la guerra de Siria no es el conflicto en sí, sino la revolución pacífica que, sin querer, encendió la mecha. La verdadera historia es la búsqueda (el reclamo) por la democracia que, tal vez no intencionalmente, ha expuesto al régimen sirio por lo que siempre había sido y bajo el cual los ciudadanos del país habían sufrido en silencio durante mucho tiempo: una implacable autocracia indescriptiblemente cruel, una vil dictadura bajo la apariencia de una “presidencia constitucional”, un títere del oso ruso, tolerado y provisto de riqueza, siempre que siguiera formando parte de los planes estratégicos de Moscú en el Medio Oriente, un peón de oro en la siempre latente e irresuelta guerra fría entre las principales potencias y sus apoderados en las guerras regionales.
Tampoco fue la verdadera revolución democrática una mera expresión de deseo idealista. Era, en efecto, un movimiento práctico con un proceso de pensamiento mutuo y un curso hacia adelante que latía bajo la superficie de las manifestaciones más superficiales. Según los autores de Burning Country, “Los revolucionarios sirios a menudo describen su primera protesta como un evento de éxtasis, como una especie de renacimiento. La respuesta salvaje del régimen fue un bautismo de terror después del cual no hubo vuelta atrás.” Escriben que “donde el estado se derrumbó o fue rechazado, las personas crearon consejos locales, redes de distribución de ayuda, estaciones de radio y periódicos, que expresaban la solidaridad comunal en las formas más creativas y prácticas posibles.” Y agregan que, “durante unos breves momentos la gente logró cambiar todo.”
¿Qué pasó, entonces? De acuerdo a los autores: “Nadie apoyó a los revolucionarios.” Esa legítima tendencia hacia la democracia y la autodeterminación fue —recuerdan— “abandonada por la mal llamada ‘comunidad internacional’ (y), en general, ignorada o erróneamente representada en los medios… “Los autores proporcionan, entre muchas otras cosas, una de las descripciones más sucintas y claramente comprensibles que haya yo leído con respecto a cómo la intromisión occidental ha sumergido al Oriente Medio en luchas sectarias, religiosas y tribales durante la mayor parte del siglo pasado. Proporcionan una explicación de una serie de acuerdos anglo-franceses que, tras la Primera Guerra Mundial, repartieron las antiguas posesiones del ex Imperio Otomano con total desprecio por los deseos, la geografía política o las tradiciones de los pueblos que vivían en los territorios implicados. Un resumen esclarecedor de esta información está contenido en una frase claramente pensada a la cual me adhiero absolutamente: “Hasta cierto punto, los orígenes del conflicto árabe-israelí, las guerras civiles libanesas y la inestabilidad crónica actual en Irak y Siria se remontan a principios del siglo XX, con la elaboración de mapas imperialistas y una ingeniería sectaria externa.”
Debería resultar insoportablemente triste para la gente civilizada de todo el mundo presenciar lo que está sucediendo en Siria hoy. Un país que ha surgido de algunas de las civilizaciones más antiguas de la tierra está siendo reducido a escombros manchados con sangre inocente y carroña humana, donde buitres tanto occidentales como rusos picotean para seleccionar su participación en los procesos tanto de guerra en curso como en una paz eventual de acuerdo a sus propios intereses estratégicos y, una vez más, con total desprecio por la difícil situación y los deseos del pueblo sirio. Es una nación al borde del colapso y el proceso democrático saludable que provocó los primeros enfrentamientos ha sido ignorado y abandonado por un Occidente receloso y, por parte del Moscú de Putin, vilipendiado como “terrorismo”.
Pero Burning Country no es la historia del descenso de Siria al olvido. Más bien, es la historia inaudita y desatendida de los que no han abandonado el sueño y la causa de una Siria libre, pluralista y democrática en algún futuro: una nación libre de la cruel represión de dictadores externamente respaldados y libre de las influencias de acondicionamientos e ingenierías políticas impuestos por las principales potencias del mundo. Siria constituye hoy, el símbolo, reconocido o no, de los que luchan en el mundo entero, y contra todo pronóstico, por el derecho a sus propias formas de gobierno democrático y a una verdadera autodeterminación: es decir, no a la determinación de estar con o contra Rusia u Occidente, sino para encontrarse libre de establecer sus propias relaciones con el mundo y para decidir su propio camino hacia un futuro más brillante. Hasta que las potencias occidentales estén dispuestas a apoyar de todo corazón y desinteresadamente a estos principios como derechos sagrados y defenderlos contra la tiranía y contra los designios imperialistas, los términos democracia y autodeterminación que pretenden abogar serán poco más que dulces cuentos que relatan a sus hijos a la noche para evitar que padezcan el tipo de pesadillas que los niños sirios viven en carne propia todos los días.
La tragedia de la llamada “guerra civil” en Siria se ha vuelto tan inexpresablemente monumental y monstruosa que, para el público en general en todo el mundo, se ha destilado en un mero conjunto de sombrías estadísticas, en el titular actual de “peor conflicto del mundo”, en la fuente de la mayor parte de la crisis migratoria de Europa, pero manteniéndose inimaginable y, más triste aún, impensable para la mayoría en términos del horror que sucede allí a diario. Siria es un país donde una familia de dictadores apañada por superpotencias ha gobernado durante más de cuatro décadas logrando, hasta el año 2011, callar a todo oponente, y gobernar de manera autocrática a generaciones resignadas a una vida en silencio. Según Al-Shami y Yassin-Kassab, “Siria fue alguna vez conocida como ‘el reino del silencio’. Pero en 2011 estalló en discurso, no de una voz sola, sino en las de millones. En una inmensa oleada de energía reprimida durante mucho tiempo, un movimiento de protesta no violenta cruzó fronteras sectarias y étnicas y se extendió a todas los sectores del país. Nadie lo podía controlar, ningún partido, líder o programa ideológico, y mucho menos el aparato represivo del estado, que aplicaba disparos de armas de fuego, detenciones masivas, violaciones y tortura, incluso de los niños…” Después de cuatro años de guerra arrolladora e incesante en la cual los conflictos regionales han embarrado la cancha, el terrorismo islamista ha aprovechado el caos para expandir y profundizar su yihad, las superpotencias se han empeñado en no sólo demorar una solución pacífica sino en verter combustible sobre las llamas, y el régimen sirio ha empleado terribles dispositivos de guerra, prohibidos por todas las convenciones humanitarias del mundo, para asesinar, mutilar y matar de hambre a su propio pueblo —incluyendo a civiles inocentes desde niños hasta ancianos— la historia de cómo empezó todo se ha tornado más bien anecdótica. No importa, sin embargo, cómo las potencias tanto occidentales como orientales utilicen eventualmente su poder para meter una cuña entre los beligerantes y tratar de improvisar una “solución” en su propio beneficio y en su propia imagen, la historia auténtica de la guerra de Siria no es el conflicto en sí, sino la revolución pacífica que, sin querer, encendió la mecha. La verdadera historia es la búsqueda (el reclamo) por la democracia que, tal vez no intencionalmente, ha expuesto al régimen sirio por lo que siempre había sido y bajo el cual los ciudadanos del país habían sufrido en silencio durante mucho tiempo: una implacable autocracia indescriptiblemente cruel, una vil dictadura bajo la apariencia de una “presidencia constitucional”, un títere del oso ruso, tolerado y provisto de riqueza, siempre que siguiera formando parte de los planes estratégicos de Moscú en el Medio Oriente, un peón de oro en la siempre latente e irresuelta guerra fría entre las principales potencias y sus apoderados en las guerras regionales.
Tampoco fue la verdadera revolución democrática una mera expresión de deseo idealista. Era, en efecto, un movimiento práctico con un proceso de pensamiento mutuo y un curso hacia adelante que latía bajo la superficie de las manifestaciones más superficiales. Según los autores de Burning Country, “Los revolucionarios sirios a menudo describen su primera protesta como un evento de éxtasis, como una especie de renacimiento. La respuesta salvaje del régimen fue un bautismo de terror después del cual no hubo vuelta atrás.” Escriben que “donde el estado se derrumbó o fue rechazado, las personas crearon consejos locales, redes de distribución de ayuda, estaciones de radio y periódicos, que expresaban la solidaridad comunal en las formas más creativas y prácticas posibles.” Y agregan que, “durante unos breves momentos la gente logró cambiar todo.”
¿Qué pasó, entonces? De acuerdo a los autores: “Nadie apoyó a los revolucionarios.” Esa legítima tendencia hacia la democracia y la autodeterminación fue —recuerdan— “abandonada por la mal llamada ‘comunidad internacional’ (y), en general, ignorada o erróneamente representada en los medios… “Los autores proporcionan, entre muchas otras cosas, una de las descripciones más sucintas y claramente comprensibles que haya yo leído con respecto a cómo la intromisión occidental ha sumergido al Oriente Medio en luchas sectarias, religiosas y tribales durante la mayor parte del siglo pasado. Proporcionan una explicación de una serie de acuerdos anglo-franceses que, tras la Primera Guerra Mundial, repartieron las antiguas posesiones del ex Imperio Otomano con total desprecio por los deseos, la geografía política o las tradiciones de los pueblos que vivían en los territorios implicados. Un resumen esclarecedor de esta información está contenido en una frase claramente pensada a la cual me adhiero absolutamente: “Hasta cierto punto, los orígenes del conflicto árabe-israelí, las guerras civiles libanesas y la inestabilidad crónica actual en Irak y Siria se remontan a principios del siglo XX, con la elaboración de mapas imperialistas y una ingeniería sectaria externa.”
Debería resultar insoportablemente triste para la gente civilizada de todo el mundo presenciar lo que está sucediendo en Siria hoy. Un país que ha surgido de algunas de las civilizaciones más antiguas de la tierra está siendo reducido a escombros manchados con sangre inocente y carroña humana, donde buitres tanto occidentales como rusos picotean para seleccionar su participación en los procesos tanto de guerra en curso como en una paz eventual de acuerdo a sus propios intereses estratégicos y, una vez más, con total desprecio por la difícil situación y los deseos del pueblo sirio. Es una nación al borde del colapso y el proceso democrático saludable que provocó los primeros enfrentamientos ha sido ignorado y abandonado por un Occidente receloso y, por parte del Moscú de Putin, vilipendiado como “terrorismo”.
Pero Burning Country no es la historia del descenso de Siria al olvido. Más bien, es la historia inaudita y desatendida de los que no han abandonado el sueño y la causa de una Siria libre, pluralista y democrática en algún futuro: una nación libre de la cruel represión de dictadores externamente respaldados y libre de las influencias de acondicionamientos e ingenierías políticas impuestos por las principales potencias del mundo. Siria constituye hoy, el símbolo, reconocido o no, de los que luchan en el mundo entero, y contra todo pronóstico, por el derecho a sus propias formas de gobierno democrático y a una verdadera autodeterminación: es decir, no a la determinación de estar con o contra Rusia u Occidente, sino para encontrarse libre de establecer sus propias relaciones con el mundo y para decidir su propio camino hacia un futuro más brillante. Hasta que las potencias occidentales estén dispuestas a apoyar de todo corazón y desinteresadamente a estos principios como derechos sagrados y defenderlos contra la tiranía y contra los designios imperialistas, los términos democracia y autodeterminación que pretenden abogar serán poco más que dulces cuentos que relatan a sus hijos a la noche para evitar que padezcan el tipo de pesadillas que los niños sirios viven en carne propia todos los días.
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