Aquellos de nosotros
que crecimos en las décadas de 1950 y 1960 recordamos, como si fuera ayer, el
clima de la Guerra Fría entre la Unión Soviética (Rusia y su entonces imperio
comunista) y Occidente, un clima oscuro en el que todos vivimos en el
conocimiento aterrador de que las relaciones hostiles entre los gigantes
nucleares del mundo podrían, en cualquier momento, desencadenar un holocausto
nuclear capaz de acabar con la civilización tal como el mundo la conocía. De
hecho, un escenario de guerra atómica podría, nos aseguraban, dar lugar a un “invierno
nuclear” en el cual la humanidad sería una de las muchas especies que acabarían
extinguidas. El planeta Tierra se volvería un ambiente hostil en el que sólo las
más adaptables de las especies —las cucarachas y las ratas, nos decían— serían
capaces de sobrevivir y dominar.
Los defensores de la
industria bélica siempre argumentaron que la mejor defensa era un buen ataque y
que el mantenimiento de un “equilibrio nuclear” (es decir: una carrera armamentista)
entre Rusia y los Estados Unidos era la única manera de garantizar que ninguna
potencia usara armas de destrucción masiva en un conflicto mundial, dado que
hacerlo traería aparejada una respuesta inmediata y devastadora (teoría
desmentida por el holocausto nuclear que Estados Unidos había desencadenado, sin
escrúpulos aparentes, sobre Japón al final de la Segunda Guerra Mundial).
El año pasado, leí un
artículo en una publicación llamada Open
Democracy, que hablaba de cómo, ya en 1947, los científicos atómicos
estaban tomando la amenaza de una guerra nuclear tan en serio que inventaron lo
que iba a ser conocido como “El Reloj del Juicio Final”. De acuerdo con el
autor del artículo, el Dr. Juan Gabriel Tokatlian, reconocido investigador y
director del Departamento de Ciencias Políticas y Estudios Internacionales de
la Universidad Torcuato Di Tella de Buenos Aires, este “reloj” se convertiría
en “una medida respetada de la cercanía del mundo a la catástrofe,” siendo la medianoche
la hora del juicio final planetario.
De manera portentosa,
Tokatlian tituló su artículo ¿A tres
minutos del apocalipsis? En él, explicaba algunos aspectos esenciales
acerca del Reloj del Juicio Final, inclusive el hecho de que en realidad no es
un reloj, sino un gráfico que traza una serie de factores beneficiosos y/o
catastróficos, de los cuales uno no menor es la expansión de los arsenales
nucleares, pero así también, muy alto en la lista, se encuentra el
calentamiento global y si alguien está, o no, haciendo algo al respecto.
El artículo del Dr.
Tokatlian despertó mi curiosidad y yo mismo realicé un poco de investigación sobre
el Reloj del Juicio Final. Aunque la mayoría de las personas que alguna vez
escucharon hablar de él piensan que mide, a secas, cuá cerca está el mundo a
una guerra nuclear, esto no es estrictamente cierto. Mantenido y periódicamente
ajustado desde 1947, es la creación de los miembros del Consejo de Ciencia y
Seguridad, que, habiendo sido testigos de los estragos que causó las guerra
nuclear en dos ciudades japonesas —hecho realizado casi sin la ayuda de nadie por
el presidente estadounidense Harry S. Truman al final de la Segunda Guerra Mundial—
sus resultados fueron publicados por primera vez en el órgano interno del grupo
conocido como El Boletín de los Científicos
Atómicos. Desde entonces, el reloj es una crónica clásica de dicha
publicación.
En muchos casos, los
miembros originales del pretigioso grupo científico fueron investigadores e
inventores que habían tomado parte en alguna etapa del desarrollo de las armas
nucleares. Pero al igual que su reconocido colega, Leó Szilárd —hombre de
origen húngaro quien había migrado a los Estados Unidos, y quien fuera el virtual
descubridor de la reacción en cadena nuclear—se encontraban, a menudo, también
entre los más acérrimos críticos de la decisión de Truman de bombardear a Hiroshima
y Nagasaki. En el libro de mi autoría llamado La guerra: un crimen contra la humanidad, cito una entrevista de
1960 en la que Szilárd dijo que el bombardeo nuclear de Estados Unidos a Japón “hace
que sea difícil para (EEUU) tomar la posición, después de la guerra, de que
queríamos que el mundo se deshiciera de las bombas atómicas, ya que resultaría
inmoral usarlas en contra de cualquier población civil”. Szilárd agregó que “hemos
perdido el argumento moral con el que, después de la guerra, tal vez podríamos
haber conseguido una veda contra la bomba (atómica).”
Szilárd acusó, de
manera indirecta, al gobierno de Truman de crímenes de guerra, diciendo respecto
a las cuestiones morales implicadas: “Supongamos que Alemania hubiera
desarrollado dos bombas antes de que nosotros tuviéramos una. Y supongamos que
Alemania hubiese dejado caer una bomba, por ejemplo, en Rochester y la otra en
Búfalo, y luego, después de haberse quedado sin bombas, hubiese perdido la
guerra. ¿Puede alguien dudar de que, entonces, se habría definido el
lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades estadounidenses como un
crimen de guerra, y que habríamos condenado a muerte a los alemanes culpables
de este crimen en Núremberg y que los habríamos colgado? “
También hago
referencia en mi libro a cómo, meses antes de que las dos bombas fueran
lanzadas sobre Japón, un comité asesor encabezado por James Franck —ganador del
Premio Nobel de Física en 1925, quien, como judío alemán, emigró a Estados
Unidos durante la época nazi, y asimismo se involucró en el Proyecto Manhattan—
le advirtió al presidente Truman: “Si Estados Unidos tuviera que ser el primero
en lanzar este nuevo medio de destrucción indiscriminada sobre la humanidad, se
sacrificaría el apoyo del público en todo el mundo, precipitaría la carrera
armamentista, y perjudicaría la posibilidad de llegar a un acuerdo
internacional sobre el futuro control de este tipo de armas.”
Claramente, Franck había
dado de lleno en el clavo. Así es cómo, en la actualidad, y como señala el Dr.
Tokatlian en su artículo, “nueve estados poseen unos 10.215 dispositivos nucleares
con una potencia destructiva un millón de veces mayor que las bombas de
Hiroshima y Nagasaki.” Y añade que, “en los últimos cinco años ha habido un
creciente número de incidentes (robos, pérdidas, accidentes) relacionados con
materiales nucleares sensibles.” Pero existen otros factores que hacen que el
Reloj del Juicio Final marque tal o cual hora, por ejemplo, “la temperatura
media global, el nivel del mar, y la cantidad de dióxido de carbono en la
atmósfera ... todo en aumento, (y) a esta lista se pueden añadir otros
fenómenos perturbadores tales como la propagación del espionaje masivo y de los
ataques cibernéticos entre naciones, junto con las transformaciones
tecnológicas preocupantes derivadas de la robótica y (su) aplicación en el
campo de las armas letales.” Y eso es así si hacemos caso omiso a la demencia política de algunos aspirantes a
la presidencia de Estados Unidos como el inimitablemente improvisado y
potencialmente peligroso Donald Trump, quien ha sugerido recientemente que su
país debería ayudar a Japón y a Corea del Sur a armarse con dispositivos
nucleares con el fin de que hagan frente a la amenaza nuclear planteada por el locamente
belicoso y autocrático líder de Corea del Norte, Kim Jong-un.
Hoy en día, el
Consejo de Ciencia y Seguridad es aconsejado en cuestiones que atañen al Reloj
del Juicio Final y a otras investigaciones por un Consejo de Administración y
la Junta de Patrocinadores que incluyen, entre otros, a 18 ganadores del Premio
Nobel. Como se puede imaginar, el reloj es un instrumento de medición científicamente
desarrollado y sin intención alguna de limitarse a registrar las vicisitudes de
la rivalidad política internacional, sino que mide, más bien, pruebas
contundentes de nuestra ubicación, en cualquier momento de la historia, en el
camino hacia la paz o hacia la perdición. Como tal, mide cambios básicos en el
nivel de peligro continuo en el que la humanidad vive en esta era nuclear, pero
mide mucho más que el riesgo de un holocausto nuclear y según sus criterios, la
peor amenaza que enfrenta el mundo de hoy se encuentra en el cambio climático y
la falta de planes prácticos para hacer frente al mismo.
Entonces, ¿dónde estamos
ahora y dónde hemos estado en comparación?
Como sugiere el
título de Tokatlian, en estos momentos nos encontramos a escasos tres minutos
de una catástrofe mundial. En otras palabras, estamos al borde del precipicio,
como nunca antes en la historia, y el reloj se ha congelado en este punto
mortalmente peligroso desde enero del año pasado. ¿Las cosas han estado alguna
vez mejor? Mucho...aunque no lo suficientemente como para asombrarse. En un
mundo plagado de armas de destrucción masiva, ha sido difícil ser optimista
desde la incepción del Reloj del Juicio Final. Nunca ha sido, digamos, las once
y cinco minutos, ni tampoco las once y media. Pero alguna vez hemos llegado a
las doce menos diecisiete minutos. Eso fue hacia el final de 1991, cuando
Estados Unidos y Rusia firmaron un Tratado de Reducción de Armas Estratégicas y
la Unión Soviética anunció su disolución un día después de Navidad.
La última vez que
estuvimos tan cerca de la hora cero en el Reloj del Juicio Final fue en 1984,
con la guerra de los soviéticos en Afganistán en curso y con el presidente de
Estados Unidos Ronald Reagan empujando para “ganar” la Guerra Fría,
intensificando masivamente la carrera armamentista al desplegar los misiles
Pershing II en Europa y al anunciar planes para crear el sistema de defensa espacial
conocido como Guerra de las Galaxias. Pero lo distinto de la crisis actual es
el hecho de que el mundo está al borde del desastre ecológico y en las garras
de conflictos masivos y de un terrorismo que han dado a luz a la peor crisis de
refugiados desde el infierno que fuera la Segunda Guerra Mundial. A los tres
minutos para la medianoche, la situación reviste una gravedad más allá de toda imaginación.
Lo bueno del Reloj
del Juicio Final es que, a diferencia del tiempo mismo —o tal vez más como
Einstein entendía el tiempo a diferencia de como la mayoría de nosotros lo
entendemos— sus agujas pueden dar marcha atrás. O sea, el reloj no tiene por
qué llegar a las doce, siempre que todos nosotros podamos despertarnos de una
buena vez y a tiempo para detenerlo (si no es demasiado tarde ya). Algunos
dirán que las cosas se han visto negras antes...pero, reitero, quizá jamás tan
negras.
A tan sólo tres
minutos para la medianoche, la humanidad parece sorda ante la verdad respecto
de la paz: de que ésta resulta ser lo único que nos salvará. Los que dicen que
la idea de la paz mundial es “ingenua” se encuentran, ellos mismos, viviendo en
un mundo de fantasía en el cual no pueden ver que la única consecuencia
probable de la trayectoria actual de guerra y autodestrucción galopante es la
extinción...y más temprano que tarde. La paz mundial y la cooperación —¡sin
demora!— son las formas de salvarnos, la única respuesta práctica al dilema del
planeta. El único camino para lograr que el Reloj del Juicio Final de marcha
atrás.
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