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FALLAR EN EL INTENTO: LA VISITA DE OBAMA A LA ESCENA DEL CRIMEN EN JAPÓN


A principios de este mes, cuando Washington seguía dubitativo respecto de si Barack Obama debía o no convertirse en el primer presidente norteamericano a visitar el sitio donde cayó la primera de las dos bombas nucleares que Estados Unidos detonó sobre Japón al final de la Segunda Guerra Mundial, sugerí en Twitter que no sólo debía ir, sino que debía también llevarse con él una sincera disculpa de parte de la nación que lidera. Al final, Obama fue a Japón, pero sin pedir disculpas —que, por desgracia, no es de extrañarse considerando la política al respecto que Estados Unidos ha seguido al pie de la letra durante setenta años— por lo que muchos, incluido yo mismo, consideramos como uno de los peores crímenes de guerra en la historia humana.
El presidente Obama con el primer ministro Abe en Hiroshima
El viernes pasado, Obama se convirtió en el primer presidente de EEUU en las siete décadas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en realizar una visita oficial al monumento a  Hiroshima, un parque de 12 hectáreas en el epicentro del sitio donde una explosión nuclear arrasó instantáneamente la ciudad japonesa matando a decenas de miles de personas en un abrir y cerrar de ojos y que continuó matando a muchos miles de personas más durante semanas, meses y años después. El 6 de agosto del corriente año marcará el 71° aniversario de lo que el presidente Obama la semana pasada describió como “una mañana sin nubes, brillante, (cuando) la muerte cayó del cielo y el mundo cambió.”
En un discurso que pronunció en ese sitio conmemorativo en Hiroshima, Obama dijo que “el progreso tecnológico sin un progreso equivalente en instituciones humanas nos puede condenar.” El presidente estadounidense añadió que tales avances tecnológicos “requieren de una revolución moral” y propuso “un futuro en el cual Hiroshima y Nagasaki (donde EE.UU. lanzó una segunda bomba nuclear tres días después de dejar devastada a Hiroshima) no son conocidos como el amanecer de la guerra atómica, sino como el comienzo de nuestro propio despertar moral.”
La nube de la denotación sobre Hiroshima

se elevó 18 km en sólo 10 minutos.
Sin embargo, por mucho que pregonara “despertares morales” o, después de mucha contemplación, tomara la decisión de reunirse con sobrevivientes del holocausto nuclear que EEUU desató sobre Japón, el presidente aún no llegó a decir lo que muchas personas en ese país y, de hecho, en todo el mundo han esperado escuchar durante muchísimo tiempo: una admisión directa de que nada, en absoluto, podría haber justificado un acto tan monstruosamente inhumano, una confesión de que jamás debería haber ocurrido, una aseveración de que lo que hizo Estados Unidos a Japón fue claramente aberrante, y que su país estaría para siempre arrepentido de haber cometido tan atroz crimen de lesa humanidad.
El “despertar moral” que el presidente de Estados Unidos mencionó no tiene, en mi opinión, asidero alguno respecto de ese acto tan desmesurado de su país contra el pueblo japonés si todavía los norteamericanos no logran enfrentarse a la espantosa realidad de sus actos y, por lo menos, pedir formalmente disculpas a personas contra las que perpetraron un acto de virtual genocidio. El hecho es que muchos en los Estados Unidos —tal vez, inclusive, la mayoría— siguen justificando los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki como “un medida necesaria” para obligar a los japoneses a rendirse y poner fin a la Segunda Guerra Mundial. Pero de acuerdo con la investigación que mi equipo y yo llevamos a cabo para mi último libro, La guerra: un crimen contra la humanidad, este argumento simplemente no es sostenible.
La carta que autorizó los bombardeos nucleares
Nuestra investigación tiende a mostrar que estos horrendos crímenes de guerra fueron cometidos como resultado de una decisión precipitada del entonces presidente Harry S. Truman, quien hizo caso omiso al juicio de conciencia y moral y del sabio asesoramiento de algunos de los principales científicos y líderes militares del país en una muestra de indiferencia monstruosa (y algunos dirían racista) hacia civiles inocentes, hacia las consecuencias posteriores y, de hecho, hacia el mundo en general, dado que no había todavía pruebas suficientes como para saber cuáles serían los efectos a corto, mediano y largo plazo de esas explosiones atómicas no sólo en Japón, sino también en todo el planeta.
En mi libro, hago referencia a una entrevista del año 1960 que el semanario estadounidense US News & World Report realizara con Leó Szilárd, un científico clave en el programa nuclear del país, quien dijo que el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki “... hizo que fuese muy difícil para nosotros [Estados Unidos] tomar la posición después de la guerra de que queríamos vedar el uso de las bombas atómicas porque sería inmoral usarlas en contra de las poblaciones  civiles. Perdimos el argumento moral con el cual, después de la guerra, tal vez podríamos haber conseguido deshacernos de la bomba (atómica). “Szilárd acusó tangencialmente al gobierno de Truman de crímenes de guerra, cuando dijo: “Imagínese que Alemania hubiese desarrollado dos bombas (nucleares) antes de que nosotros tuviéramos bomba alguna. Y supongamos que, luego, Alemania hubiese lanzado una sobre, digamos, Rochester, y otra sobre Búfalo (ambas ciudades en el Estado de Nueva York), y después, habiéndose quedado sin bombas, perdiera la guerra. ¿Existe persona alguna que pueda dudar de que nosotros hubiésemos definido como crimen de guerra la detonación de bombas nucleares sobre (esas) ciudades, y que hubiésemos sentenciado a los alemanes culpables de semejante crimen a muerte en Núremberg y haberlos colgado?”
Mi libro también cita a James Franck, premio Nobel de Física quien encabezó una comisión asesora formada meses antes de los ataques nucleares a Japón, quien advirtió al presidente Truman: “Si Estados Unidos tuviera que ser el primero en lanzar este nuevo medio de  destrucción indiscriminada sobre la humanidad, se sacrificaría el apoyo del público en todo el mundo, precipitaría la carrera armamentista, y perjudicaría la posibilidad de llegar a un acuerdo internacional sobre el futuro control de este tipo de armas.”
Pero, como señalo en La guerra: un crimen contra la humanidad, no fueron sólo los científicos y otros intelectuales quienes se opusieron al empleo de armas de destrucción masiva indiscriminada como medio para obligar a los japoneses a rendirse. Militares norteamericanos de altísimo grado también consideraron la decisión de Truman como no sólo moralmente cuestionable sino también como militarmente excesiva.
En su libro de memorias titulado Los años en la Casa Blanca, el ex presidente Dwight D. Eisenhower, otrora comandante supremo aliado en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, afirma que: “En 1945, el secretario de guerra Stimson, de visita en mi puesto de comando en Alemania, me informó que nuestro gobierno se preparaba para detonar una bomba nuclear sobre Japón. Yo fui de aquellos que pensamos que existían razones contundentes para cuestionar la sabiduría de semejante acto. Durante su discurso, fui quedando preso de un clima de depresión, y por lo tanto, le expresé mis graves dudas al respecto, basadas, en primer lugar, en mi creencia de que Japón ya había sido derrotado y que sería totalmente innecesario detonar una bomba (atómica), y en segundo lugar, porque pensé que nuestro país debería evitar el espanto que causaría en la opinión pública a nivel mundial la utilización de un arma que, según mi parecer, ya no constituía una medida obligatoria como para salvar vidas norteamericanas.”
Un póster oficial propagandístico del 
Ejército de EEUU  promoviendo los ataques a 
Japón después de la rendición de Alemania 
e Italia.
Resulta claro que ésta no era la opinión de un activista por la paz, sino la del otrora oficial de mayor rango en el Ejército de los Estados Unidos y en las fuerzas conjuntas aliadas. Y Eisenhower no se encontraba solo en sus recelos. Entre muchos otros distinguidos oficiales, el almirante Chester Nimitz, comandante de la Flota del Pacífico de Estados Unidos durante la guerra, dijo: “De hecho, los japoneses ya habían presentado una propuesta de paz. La bomba no jugó papel significativo alguno desde un punto de vista puramente militar en la derrota de Japón.” Y el legendario general Douglas MacArthur es citado por el escritor Norman Cousins ​​como diciendo que no veía razón militar alguna para llevar a cabo los bombardeos nucleares. Cousins escribe: “Cuando le pregunté al general MacArthur en torno a la decisión de detonar la bomba (nuclear), me sorprendí de saber que ni le habían consultado al respecto. ¿Cuál hubiera sido su consejo? le pregunté. Respondió que él no veía justificación militar alguna para lanzar la bomba atómica. Dijo que, quizás, la guerra habría terminado varias semanas antes si EEUU hubiera consentido, como igual lo hizo más tarde, a la permanencia del emperador como institución.” Asimismo, el almirante William Leahy, quien fuese jefe del Estado Mayor durante la presidencia del propio Truman, exhibió una postura moral firme al aseverar: "El uso (de las bombas nucleares) en Hiroshima y Nagasaki no fue de ayuda material alguna en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse, gracias a un eficaz bloqueo naval, y al éxito del bombardeo convencional…Es mi sentimiento personal que, al haber sido los primeros en utilizarla (a la bomba atómica) hemos adoptado una norma ética en común con los bárbaros de la edad del oscurantismo. A mí no me enseñaron a hacer la guerra así, y las guerras no pueden ser ganadas destruyendo a mujeres y niños.”
No obstante, Estados Unidos persiste, incluso hasta al día de hoy, en su resistencia a admitir plena y honestamente su grave e injustificable crimen contra el pueblo japonés y, por extensión, contra la humanidad. Al hacerlo, Estados Unidos está perpetuando, como Szilárd tan elocuentemente señaló, un doble estándar por el cual el exterminio por los nazis de seis millones de judíos y otras minorías durante un período de varios años se considera, justamente, un holocausto, mientras que la eliminación instantánea de entre 150.000 y 246.000 vidas, y la muerte de decenas de miles de personas más como resultado de secuelas nucleares dentro de los siguientes cinco años en Japón se consideran el simple daño colateral, no intencional, de una táctica conveniente para poner fin a una guerra.
Al no admitir su culpabilidad en la comisión de este inhumano acto de genocidio perpetrado contra dos grandes poblaciones civiles, Estados Unidos mantiene implícita la idea de que el empleo de la guerra nuclear, independientemente del número de protocolos de lo contrario que se podrán firmar, no es del todo impensable. A medida que el único poder que jamás haya hecho uso de dispositivos nucleares —y peor aún, en contra de poblaciones generales— no admita su culpabilidad, da entender, entonces, tácitamente que, dadas circunstancia similares, podría emplear, nuevamente, los mismos métodos. Pese a toda la evidencia de lo contrario, Truman sigue siendo visto por muchos norteamericanos como un verdadero héroe por haber lanzado dos bombas atómicas sobre las poblaciones civiles de dos ciudades japonesas, al parecer, como medida para terminar la Segunda Guerra Mundial de forma rápida y “a un costo menor en vidas humanas.” Él es a menudo aclamado en Estados Unidos como “líder fuerte” y su decisión es vista como “difícil pero convincente” en lugar de como temerario, inhumano y criminal.
La bomba que explotó sobre Nagasaki: "en el mejor
de los casos, (un acto) gratuito, y en el peor, genocida.”
Pero aunque se pudiera encontrar la formar de justificar el bombardeo nuclear de Hiroshima —y queda claro que no se puede— como  un mal al servicio de un bien mayor, el bombardeo nuclear de Nagasaki tres días después (antes de que Japón e, incluso, el mundo hubiese tenido la oportunidad de reaccionar ante el horror de la primera explosión) fue criminalmente indefensible. O como bien escribiría Martin J. Sherwin, historiador norteamericano ganador del Premio Pulitzer: “La bomba lanzada sobre Nagasaki fue, en el mejor de los casos, (un acto) gratuito, y en el peor, genocida”.
No es simplemente decepcionante que, después de tomar la importante decisión de ir a Hiroshima y reunirse con los sobrevivientes y sus familias, el presidente Obama optara por no pronunciar una disculpa oficial, con lo cual daría comienzo a una nueva era de políticas aún más contundentes a favor de la no agresión y de la no proliferación nuclear: es una señal de que EEUU sigue siendo impenitente y que se siente poseedor de derechos nucleares que no tienen en cuenta ni los derechos humanos ni la seguridad de la humanidad en su conjunto.

Mi pregunta hoy es, entonces, con este precedente aun celosamente defendido por cada presidencia de Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ¿qué actitud podríamos esperar de un Donald Trump si accediera a la presidencia en cuanto al uso de armas nucleares en cualquier situación que su paranoica, intolerante y patentemente agresiva mentalidad lo justificara?

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