Muros. Símbolo de restricción,
de intransigencia, de las sociedades cerradas, de callejones sin salida. Creo
que puedo afirmar con seguridad que, desde la caída del muro de Berlín hace más
de un cuarto de siglo, no ha habido tanto debate sobre los muros y cercos en
Estados Unidos y Europa. Y, por desgracia, no se trata de tirarlos abajo, sino
de levantarlos.
Isaac Newton, una
figura clave en la revolución científica de los siglos XVII y XVIII, y, como
tal, un hombre que creyó en tirar abajo las fronteras del conocimiento y del
progreso, una vez dijo que "construimos demasiados muros y no suficientes
puentes." Sostengo que esta cita rara vez ha sido más cierta que hoy. Es
un concepto que parece como imperceptible para demasiada gente, dado que
estamos inmersos diariamente en los medios sociales y las comunicaciones en
todo el mundo. Pero en el núcleo político de nuestras sociedades existe un
movimiento cada vez más poderoso cuyo objetivo consiste en separar las
comunicaciones globales del contacto físico y, de hecho, en apartarse de las sociedades
verdaderamente abiertas para encontrarnos cada vez más conectados
electrónicamente, pero, paradójicamente, sujetos a una política y, por lo
tanto, a una sociedad donde reina el aislamiento a escala global.
Este tipo de
pensamiento es cínico y peligroso en un momento en que nunca ha sido más
importante para los diferentes segmentos de la comunidad mundial dejar de lado
sus diferencias, lograr la paz y trabajar juntos para resolver nuestros
problemas universales, para salvar nuestro planeta y, en el proceso, para
salvar a nuestra especie y la única raza a la cual todos pertenecemos: la raza
humana. Es, si pensamos lógicamente, suicida que estemos alejándonos los unos
de los otros en el preciso momento en que debemos unirnos si queremos
sobrevivir y prosperar y si esperamos dejar algo más que sufrimiento y su
eventual extinción a nuestros descendientes.
Aunque la gran
mayoría de la población mundial estaría de acuerdo en describir a los
movimientos fundamentalistas del tipo de Estado Islámico, Al Qaeda, Boko Haram
o los talibanes como organizaciones nihilistas cuyas creencias y métodos extremos
son una gran amenaza para la iluminación y el avance de los pueblos que
conquistan y cuyos recursos son violentos, sin sentido, totalitarios y socialmente
absurdos, son demasiadas las personas supuestamente civilizadas que se
encuentran cada vez más dispuestas a ceder a sus miedos y buscar el aislamiento
en lugar de la comprensión y a rechazar y prohibir, incluso hasta tal punto de levantar,
literalmente, muros contra gente de "sociedades extranjeras" en lugar
de aceptar la diversidad y llevar la libertad y la luz de la democracia a los
rincones más oscuros de la tierra.
Un tema central para la
mentalidad aislacionista es el de asociarse únicamente "con gente como uno”,
una noción que es la negación de la libertad, de los derechos individuales y de
la sociedad liberal democrática. Cualquier sistema que rechaza la diversidad
también rechaza la libertad y buscará necesariamente un líder autocrático o una
élite para mantenerlo tal cual a través de medidas restrictivas. Esta es la
antítesis de la democracia liberal, pero, por desgracia, es también una veta
política cada vez mayor en una sociedad occidental supuestamente liberal. Es una
mentalidad que realmente cree que puede amurallar afuera al resto del mundo,
una postura claramente obtusa, dado que la apertura de la sociedad liberal
democrática no sólo es sinónimo de diversidad, sino que es, también, la única
respuesta al oscurantismo y las mentalidades de la Edad Media.
El ser tan cerrado y aislacionista
como los mismos movimientos extremistas que tememos no nos servirá para derrotarlos.
Por el contrario, se les dará la ventaja mediante la destrucción de las
sociedades libres en las que nacimos y que plantean una amenaza existencial
para las sociedades cerradas en todas partes del mundo, siempre y cuando recordemos
nuestras raíces y estemos dispuestos a hacer el esfuerzo necesario para no sólo
permanecer libres, sino también para ayudar a liberar y a apoyar a los
oprimidos en todo el mundo. Por otra parte, pensar que en la era de la
información podremos levantar un muro físico y mantener fuera a cualquier cosa
que tememos es una locura tan infantil e ignorante como pensar que podremos
estar seguros y protegidos por irnos a la cama y taparnos la cabeza con las
cobijas.
Sin lugar a dudas, la
figura más "icónica" de la actualidad en este movimiento que se
podría llamar "el nuevo aislacionismo" —con toda su ciega ignorancia,
hostilidad, segregacionismo y necedad— es el candidato a la presidencia de
Estados Unidos, Donald Trump. El error más grande que Estados Unidos y la
sociedad global puede cometer respecto de Trump (tal como él mismo ha demostrado
ya en demasía) es pretender que su vil mezcla de discurso populista con
intolerancia, arrogancia, patrioterismo y odio —la cual “vende” muy a la manera
de los vendedores ambulantes de “remedios milagrosos” que abundaban en el antiguo
Lejano Oeste— es de poca importancia. Se ha probado que se equivocaban catastróficamente
los que se referían a Trump al principio de su campaña como un chiste, un
fenómeno momentáneo, un radical loco sin apoyo entre los votantes sensatos de
EEUU, una especie de “reality show” y
un payaso intrascendente que sería rápidamente despachado una vez que tuviera
que enfrentarse a los “verdaderos candidatos”. Y los que ahora continúan
tratando de hacer caso omiso a Trump —a manera, se puede pensar, de “silbar en
la oscuridad” para aplacar el miedo— afirmando que es lo mejor que le pudo haber
ocurrido a los demócratas porque Hillary Clinton está segura, pues, de ganarle
en los comicios presidenciales podrían también llegar a equivocarse feo y
terminar siendo trágicamente decepcionados.
Si el propio Trump es
un símbolo “icónico” de la estirpe fundamentalista que abunda hoy en Occidente,
no es, como muchos de sus seguidores están acostumbrados a afirmar, un
conservador, ya que su actitud hacia las garantías básicas e instituciones
sostenidas por los próceres fundadores de los Estados Unidos está encontrada
con la Constitución y la Carta de Derechos de su país. Su infame proyecto para
construir un muro impasable en la frontera con México es simbólico, en sí
mismo, de la mentalidad de la sociedad cerrada que él y la mayoría de sus
seguidores representan. Ese muro es, además, una manifestación física de la
reaparición del racismo en los Estados Unidos, donde los avances logrados a
través del movimiento de derechos civiles de la década de 1960, y a través de
las normas contra la discriminación posteriores para apoyarlos podrían resultar
gravemente socavados si Trump llegara a
la presidencia, dado su desdeño
manifiesto hacia la corrección política que se contagia cada vez más a sus
seguidores.
En los próximos días,
voy a hablar más sobre los muros, tanto simbólicos como materiales, sobre por
qué plantean un peligro claro y presente para la sociedad abierta, y también
acerca de por qué no funcionan, aun cuando podrían obstaculizar transitoriamente
el desarrollo de una integración pacífica y de la cooperación en contraposición
a la desconfianza y la hostilidad. Por el momento, Donald Trump sigue siendo la
cara más visible de las actitudes que llevan a la sociedad cerrada dentro del terreno
inesperado de la sociedad occidental. En cuanto al daño que el Partido
Republicano de Estados Unidos ha hecho a su imagen mediante el discurso
discriminatorio de Trump, al aceptarlo como su presunto candidato para las elecciones
presidenciales de noviembre, es improbable que se recupere de tan duro golpe a
su prestigio durante una generación.
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