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En un video documental recientemente estrenado, realizado y escrito
por Kelly Nyks, Peter D. Hutchinson y Jared P. Scott para PF Films (http://requiemfortheamericandream.com/), el prestigioso e internacionalmente reconocido decano de los
intelectuales norteamericanos, Noam Chomsky, ofrece, como nadie más hasta la
fecha, un análisis claro y conciso de cómo el muy pregonado sueño americano se
ha convertido en pesadilla para todos menos una pequeña elite. Y tal como pasa
en Estados Unidos, pasa en el mundo, muchas veces con un efecto multiplicador
y, por lo tanto, devastador. La incapacidad de la mayoría del público para
comprender las causas detrás del deterioro, y, peor aún, su falta de
herramientas para manejarlo, forman el núcleo de los temores y frustraciones
que sirven de combustible para alimentar el auge actual del nacionalismo
populista, y las “soluciones” simplistas que éste predica.
Noam Chomsky |
El muy apropiado título del documental de Chomsky, de una hora de
duración, es Requiem for the American
Dream (El ocaso del sueño americano), y es el resultado de la cuidadosa
síntesis de una serie de entrevistas que sus realizadores llevaron a cabo con
el legendario y octogenario lingüista, filósofo, científico cognitivo,
historiador, lógico, crítico social y activista político. En el video, el
profesor Chomsky protagoniza una muestra viviente de cómo, a veces, las mentes
más capaces de comprender conceptos complejísimos son las que, asimismo, están mejor
equipadas para simplificar el análisis y llevarla a sus “colores
primarios”. Pasa revista sucinta a 250
años de historia para explicar cómo los actores del poder y del dinero han
confabulado maneras para asegurar que jamás haya “demasiada democracia” y cómo el
derecho tiende, al fin, a servir los intereses de los ricos y poderosos en
detrimento del ciudadano común.
Este teje y maneje de la democracia ha sido, según Chomsky, un proceso
gradual. No obstante, demuestra, asimismo, que lo que estamos experimentando en
la actualidad es una aceleración cada vez más grande hacia el pináculo de
concentración del poder y la riqueza, proceso que ha minado, de manera muy
significativa, a la clase media y que conspira para destruir el sueño americano.
Sintetiza en diez concisos puntos diseñados para responder a un interrogante
que muchos se están formulando en todo Occidente: ¿Qué nos ha pasado a
nosotros, y a nuestra democracia?
Aunque muchos lo describen como “el intelectual izquierdista más
famoso de Estados Unidos”, a mí se me da que, en términos de ideales
supuestamente estadounidenses—democracia, igualdad, justicia social, y férreo
respeto por los derechos humanos y civiles—el profesor Chomsky es, de hecho, un
conservador que sabe bien cuáles son los atributos que hay que conservar, por
la importancia vital que encierran. Es decir, ideales esenciales que quedan en
pie e inalterables—tal como lo hace el manifiesto político de Chomsky. El
cambio drástico del que somos testigos hoy en día se nota en cómo los políticos
y legisladores de las democracias occidentales continúan realizando una
pantomima de las palabras de los
creadores de la democracia mientras se confabulan con los acumuladores del
poder económico para lograr la severa limitación de la democracia y de la igualdad,
transfiriendo garantías jurídicas creadas originariamente para el individuo a poderosos
actores contra cuyos abusos esas mismas garantías se habían instaurado para
proteger a los ciudadanos comunes. Visto
de esta manera, si Chomsky no es considerado como la conciencia de la
democracia al estilo norteamericano, queda claro que debería serlo.
No obstante, Chomsky no es el único intelectual sumamente prestigioso
que ha llegado a este análisis de los graves problemas que afectan actualmente
a las democracias y las economías capitalistas de Occidente por culpa de
desequilibrios que el manejo del gobierno no ha sido capaz de confrontar—o,
mejor dicho, tal vez, ha sido instrumental en
su creación.
Al profesor de la Universidad de Columbia y Premio Nobel en economía Joseph
Stiglitz no le tiembla la mano al calificar a la actual situación en el Oeste
como suficientemente no democrática como para referirse a ella como “orwelliana”.
En efecto, en su bestseller, The Price of Inequality: How Today’s Divided Society Endangers Our
Future (ed. W.W.
Norton & Company, Inc., Nueva York), titula el capítulo seis como“1984 Is
Upon Us”, o sea, “Ya se viene el 1984”.
Una pregunta que el Premio Nobel se hace a sí mismo en dicha obra es
la misma que muchos demócratas confundidos se hacen en todo Occidente: ¿Cómo
puede ser que el uno por ciento más rico de la población haya sido tan exitoso
en su acumulación de poder como para formular toda política gobernante de acuerdo
a sus propios intereses? Una manera muy significativa en que los súper ricos
han hecho esto, Stiglitz indica, es a través de “inversiones políticas que
cosechan grandes réditos—con frecuencia, retornos más grandes que los que
perciben mediante sus otras inversiones.”
Un ejemplo de alto perfil en cuanto a esto de “manipular el sistema”
es el del candidato multimillonario que se postula actualmente para presidente
de EEUU por el Partido Republicano,
Donald Trump. Trump invierte en un amplio espectro de negocios, pero su
principal actividad es en bienes raíces. Aunque se podría argumentar que el
magnate ha ganado enormes cantidades de dinero comprando, vendiendo y
alquilando propiedades inmuebles de altísimo nivel en codiciadas áreas urbanas,
una reciente investigación del New York
Times demuestra que se ha beneficiado significativamente, además, de
exenciones y subsidios que ha logrado mediante sus influyentes contactos
políticos, cultivados a lo largo de su accidentada carrera empresarial
(beneficios que, parte baja y sólo en la zona de la ciudad de Nueva York, le
han provisto de US$ 887 millones). En este sentido, Trump mismo se ha jactado
públicamente de haber ganado dinero con sus múltiples quiebras y de pagar los
mínimos gravámenes indispensables que pesan tanto sobre sus negocios como sobre
sus activos personales.
Pero ¿por qué será —uno se pregunta— que el 99 por ciento restante de
la población ha dejado que el uno por ciento llegue a salirse con la suya y ser
tan dominante? Más específicamente aún, ¿por qué será que la mayoría
democrática no está manifestando en las calles en reclamo del reconocimiento
pleno de su derecho a representación igualitaria y a su porción justa de la
torta? Stiglitz cree, como creo yo mismo, que es porque los súper potentados
han invertido grandes sumas de dinero y un esfuerzo no menor en convencer a los
demás que los intereses del uno por ciento y los del 99 por ciento restante son
exactamente los mismos. (Tomemos, por ejemplo, la famosa teoría de que cuanto
más dinero se acumula arriba, más “corre hacia abajo” (sofismo promovido, en su
origen, por el gobierno del ex presidente estadounidense Ronald Reagan, y por
los que se han desempeñado en predicar su distintiva especie de neoconservadurismo
desde que terminara su período como mandatario en 1989).
Según Stiglitz: “Esta estrategia requiere de una impresionante
prestidigitación; en muchos aspectos los intereses del 1 por ciento difieren de
manera muy marcada de los del 99 por ciento.” Más adelante escribe: “El hecho
de que el 1 por ciento ha moldeado con tanto éxito la percepción del público en
general demuestra lo maleable que resultan ser las creencias,” agregando que
“cuando otros incurren en esto, nosotros (los norteamericanos) lo llamamos
‘lavado de cerebros’ o ‘propaganda.”
Joseph Stiglitz |
Nuevamente, es Donald Trump quien ofrece un buen ejemplo de este tipo
de “prestidigitación”. Pese a la amplia cobertura dada a sus antes mencionadas
prebendas impositivas y cuasi evasiones (actualmente está siendo auditado por
la dirección impositiva de su país), el hecho de formar una clásica parte del “uno por ciento” cuya prioridad número
uno es la acumulación masiva de riqueza y poder político, o el hecho de que
promete políticas proteccionistas y mano dura con las empresas que exportan
puestos de trabajo y la vuelta a América de industrias perdidas, la promoción
de exportaciones estadounidenses y fuertes gravámenes a las importaciones
baratas cuando sus propios productos manufacturados se elaboran con mano de
obra barata en el exterior, los seguidores más fanáticos de Trump se han
engañado de tal manera que lo ven un hombre de palabra al cual le importa de
verdad los intereses del ciudadano común. De manera muy inocente, lo ven,
además, como “el único que puede arreglar un sistema político y económico
corrupto y roto, cuando en realidad, son, precisamente, los magnates astutos
como Trump que, en complicidad con legisladores dúctiles y lobistas de
bolsillos profundos, forman el núcleo del problema.
Si bien resulta palpable en la democracia occidental actual la
percepción de lo que Stiglitz describe como la “pérdida de poder, desilusión y
privación de derechos” entre los
ciudadanos comunes, se podría decir también que dicha percepción es
precisamente eso, una percepción, un sentido, sin comprensión profunda alguna
de lo que está pasando o de qué se puede hacer al respecto. La especie de
“conjuro” bajo el cual obra la mayoría —ese lavado de cerebros o propaganda
mencionados por Stiglitz— vuelve a los ciudadanos comunes sumamente suspicaces
ante la aparición de “revolucionario” alguno que intente sacudirlos y educarlos
en cuanto al peligro que corren sus derechos y la democracia frente a una
concentración sin precedentes de la combinación riqueza material con poder
político. Tales intentos de elucidar a los demás terminan con frecuencia siendo
rechazados y tildados de “teorías de
conspiración elaboradas por lunáticos paranoicos”, mientras que las “historias
oficiales” suscriptas por el establishment
se toman como veraces más allá de cualquier duda.
Al respecto, Stiglitz escribe: “Queda claro que muchos
norteamericanos, si no la mayoría, poseen un entendimiento limitado de la
naturaleza de la desigualdad en nuestra sociedad: Creen que existe menos
desigualdad que lo que realmente existe, subestiman sus efectos económicos,
subestiman la capacidad del gobierno de hacer algo para remediarlo, y
sobreestiman el costo de tomar acción.”
Luego, Stiglitz dice: “En un estudio reciente, los encuestados, en
promedio, pensaban que un poco menos que el 60 por ciento de la riqueza estaba
en manos de la quinta parte más pudiente de la población, cuando la verdad es
que ese grupo es poseedor del 85 por ciento de toda la riqueza.” El Premio
Nobel en economía dice que, en general, los norteamericanos aceptan cierto
nivel de desigualdad como inevitable, y aun deseable, como para proveer
incentivos para ir avanzando económicamente. No obstante, el autor afirma que
“el nivel de desigualdad en la sociedad estadounidense resulta inaceptable,” y
agrega que, “...parece interesante que los encuestados describieron una
distribución de riqueza ideal como una en la cual el 20 por ciento más rico
posee un poco más que el 30 por ciento de la riqueza.”
Dando por tierra la errónea percepción de EEUU como “paraíso en la
tierra”, el profesor Stiglitz propone que una posible razón detrás de la
creencia de los norteamericanos de que su sociedad ofrece condiciones mucho
mejores que las que, en verdad proporciona puede ser que “cuando la desigualdad
es tan grande como la que existe en Estados Unidos, se torna menos notable (tal
vez porque las personas con distintos ingresos y niveles de riqueza ni se
juntan).” Pero propone, fundamentalmente, que el uno por ciento ha utilizado
los últimos avances en las comunicaciones y en la informática para “alterar las
percepciones y, así, lograr sus objetivos: hacer que nuestra desigualdad
parezca menor y hacer que parezca más aceptable de lo que debe ser.”
En tal sentido, los que apoyan al tipo de nacionalismo populista
ofrecido por Donald Trump están conscientes, por lo menos, de que el sistema se
encuentra en problemas, y sienten ansias de hacer algo para cambiarlo
(utilizando, prácticamente, cualquier medio para lograrlo). Sin embargo, al no saber por dónde empezar
para lograr tal cambio, se equivocan de lleno en su búsqueda de una solución.
Es que menos democracia —más autocracia— no es la solución. Al contrario.
Sin embargo, más allá de sus persistentes preocupaciones políticas —y
en combinación con ellas— los ciudadanos comunes en todo el mundo se enfrentan
paralelamente a otra grave inquietud social y existencial: la inminente pérdida
de su manera de ganarse la vida. En su innovadora obra que data de 1995,
titulada The End of Work (el fin del
trabajo), el mundialmente renombrado economista y teórico social Jeremy Rifkin ya
hablaba de la dicotomía de la era de la informática, la cual, por un lado,
prometía un mundo de inimaginable progreso tecnológico, pero por el otro, un
proceso por el cual iría desapareciendo la necesidad de la mano de obra humana.
Aún en ese entonces, antes del cambio del milenio, Rifkin expresó preocupación
por el hecho de que el desempleo mundial se encontraba en su peor nivel desde
la Gran Depresión de la década de 1930, calculando que 800 millones de
trabajadores en todo el mundo se encontraban desempleados o subempleados.
Jeremy Rifkin |
Pero cuando el autor escribió una nueva introducción para el libro en
2004, el nivel de desempleo no sólo no había mejorado, sino que había empeorado
decisivamente, pese a mejoras globales en los niveles de productividad y de
producto bruto. Ya para 2001, según Rifkin, el número de personas desempleadas
o subempleadas había crecido en 200 millones, llegando a un total de mil
millones en todo el mundo. Considerando
que la fuerza laboral global suma más o menos la mitad de la población mundial,
ésto significa que cuando Rifkin estaba escribiendo la revisión de su libro,
aproximadamente una en tres personas potencialmente empleables se encontraba
subempleada o sin empleo. Y resulta
aparente que esta tendencia se está intensificando, a medida que, en la era
posindustrial, la computarización y la robótica subyacen al progreso, dictando
cada vez menos demanda en un mundo donde la población sigue creciendo a pasos
agigantados. Por ejemplo, in 1960, la población mundial
sumaba un poco más que 3.000 millones. Hoy, menos de seis décadas después, la
población global se ha más que duplicado.
Tal como Chomsky advierte en Requiem
for the American Dream, Rifkin indica que una de las diferencias entre la
era de la Gran Depresión y la situación surgida en la actual era posmilenio y
posindustrial es que hoy no existe esperanza alguna de una mejora, mientras
que, pese a la tétrica realidad de la década de 1930 después de que se declarara
la crisis financiera, todo, en cuanto a innovación industrial, estaba todavía
por hacer, lo que significaba que, una vez absorbidos los efectos de la crisis,
seguro que se darían buenos tiempos de nuevo en el mercado laboral.
¿Cuán inminente es el problema del crecimiento del desempleo? Según un
estudio académico que data de 2013, titulado The Future of Employment (El futuro del empleo), llevado a cabo por Carl
Benedikt Frey y Michael A. Osborne, y que analiza los efectos de la informática
sobre el mercado laboral en Estados Unidos, casi la mitad (47%) de los puestos
de trabajo que hoy existen en ese país se encuentra en riesgo de desaparecer a
medida que haya nuevos avances tecnológicos.
Todos estos factores, pues, han tendido a confundir y agobiar a vastos
segmentos de la población global. El hecho de que, con frecuencia, la mente
occidental percibe como amalgamado al capitalismo con la democracia torna aún
más confuso el tema y ha llevado a que los efectos devastadores de
desequilibrios económicos y sociales se vivan como “el fracaso de la
democracia” en lugar de como lo que son, la distorsión y la bastardización del
capitalismo liberal. Esta percepción
resulta particularmente notable entre los integrantes más jóvenes de la
sociedad occidental. Un reciente estudio publicado en The Journal of Democracy demuestra que, hoy por hoy, menos del 30 por
ciento de la generación del milenio (gente que llegó a la adultez con el cambio
del milenio) cree que es esencialmente importante vivir en una sociedad
democrática.
Tal como los promotores del nazismo y del fascismo, las cabezas
visibles en el actual auge del nacionalismo populista aprovechan la confusión
no sólo para explotar el miedo sino también para sacar rédito de la indignación
y rabia vitriólica que alimenta como medio para unir poder y adeptos para
seguir a sus caudillos/candidatos. Llevadas a extremos, son precisamente este
tipo de circunstancias las que arrastran a las democracias hacia la muerte.
En la próxima (última) nota en esta serie, escribiré sobre posibles
consecuencias y soluciones.
Hola, te envío esto para que lo analices, quedo a tu disposición.
ResponderBorrarAsí como el equilibrio puede solucionar el problema de inflación, como expongo en: http://oraxio.wordpress.com/2014/11/17/posdata-moneda-precios-y-fondos-buitres
También se puede solucionar el flagelo del desempleo, así:
Si 15.000.000 tienen empleo, de 8 horas, y de $ 8.000 de salario promedio.
Con 1.000.000 de desempleados.
Se soluciona con:
16.000.000 de empleos, de 7,5 horas, y de $ 7.500 de salario promedio.
En Argentina piden pagar la diferencia a los informales que no llegan al mínimo vital, pero no dicen nada sobre los que no tienen empleo.
De ahí la importancia de controlar la inflación, que golpea sobre los salarios, pero más aún sobre los desempleados.
No sirve generar más desempleo para bajar la inflación… bajando salarios y consumo.
Es allí a donde apunto con mi propuesta, que no solo debería equilibrar la moneda con los precios, también debería equilibrar la oferta y demanda de empleo.
La solución a la inflación no es aumentar salarios…
porque eso cubre a quienes tienen empleo en blanco...
y quizás a algunos de los que trabajan en negro...
pero los desempleados no tienen manera de zafar.
Hay que lograr que todos tengan empleo, un salario...
Pero mientras:
El Estado existe para equilibrar, para que todos tengan una vida al menos pasable, para que las familias que no tienen trabajo puedan al menos sobrevivir.
En todo el mundo, siempre, existe un desempleo superior al 5%, permanente...
en Argentina un 7% de desempleo significan más de 1.000.000 de familias en crisis
en Alemania, hoy, tienen más o menos 2.000.000 de desempleados
Así que subsidiar tiene un color solidario, muy cristiano..
pero si les quitamos impuestos a los que más tienen...
que se utilizan para equilibrar un poquito la mala vida que le toca a los que menos tienen...
logramos un país insolidario, quebrado…
una sociedad en llamas...
Saludos!