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Partes I, II y III, visite los siguientes enlaces:
Pese al auge de la corriente del nacionalismo populista que ha surgido
desde el inicio del nuevo milenio, no es casualidad que se haya convertido en
una fortísima tendencia internacional en los años transcurridos desde la crisis
financiera mundial del 2008, catalizadora ésta del debacle hipotecario que tuvo
lugar en EEUU, y el consiguiente pánico bursátil que éste desencadenó. Tampoco
es cierto que el nacionalismo populista
de derecha sea la única manifestación de rabia y frustración por parte de los
ciudadanos comunes por lo que perciben como un sistema quebrado y como un “juego”
en el mundo entero —liderado por Occidente— en el cual las cartas están siendo
barajadas intencionalmente en su contra. El trumpismo en los EEUU, el Partido
de la Independencia de Nigel Farage en el Reino Unido, la dinastía política de
extrema derecha de la familia Le Pen en Francia, etc., se ven reflejados en una
amplia variedad de colores y movimientos políticos de base popular en todo el
mundo, de los cuales el movimiento liberal Occupy y el movimiento conservador
Tea Party en los EEUU son sólo dos exponentes típicos y opuestos.
¡Queremos el cambio...necesitamos el cambio...
cambio...cambio!
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En el nuevo milenio, esta visión de un mundo desigual en el cual la
democracia es más de la boca para fuera que un hecho, y en que 62
multimillonarios, con la ayuda de leyes altamente influenciadas por sus
lobistas, han acumulado el equivalente a la mitad de la riqueza de todas las
demás personas en el planeta, ha llevado no sólo a la creación de la clase de
movimientos de derecha populista vistos recientemente en Europa y Estados
Unidos, sino también del populismo de izquierda como el experimentado en
América Latina, particularmente en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador (aun
cuando, en la práctica, este tipo de movimientos hacen a menudo campañas
políticas de izquierda, pero una vez en el poder, gobiernan de una manera más
acorde con el populismo de derecha). En prácticamente todos los casos en los cuales
el nacionalismo populista haya logrado algún nivel apreciable de poder, el
resultado rara vez ha servido para incrementar la democracia. Por el contrario,
resultan ser, con frecuencia, regímenes que gobiernan sólo para su base popular,
ignorando o reprimiendo los derechos de la minoría, situación que, en ciertos
casos, se ha visto acompañada por una corrupción masiva y por el deterioro
económico.
Esta percepción, entonces, de un mundo cada vez más desigual y
antidemocrático no resulta errónea. O, al menos, no del todo. Lo que sí está
equivocada, sin embargo, es la noción de que se pueda arreglar la democracia y
remediar la injusticia imponiendo modelos autocráticos o autoritarios en los
países donde la gente considere que la democracia ha “fallado”. De hecho, la
democracia nunca falla: resulta, en cambio, subvertida, dañada y, en fin, perdida
a través de la falta de honradez de sus funcionarios elegidos y de la
complacencia y/o ignorancia de sus representados.
Es de crucial importancia señalar, en cuanto a los rápidos avances dados
por el nacionalismo populista, que el denominador común, en todos los ámbitos,
es una desigualdad cada vez mayor. No sólo desigualdad económica, sino también
desigualdad a nivel político, social, cultural, ambiental y de conocimiento.
Según el Informe Mundial sobre las Ciencias Sociales de 2016, publicado por la
Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura de las Naciones Unidas
(UNESCO), en colaboración con el Instituto de Estudios para el Desarrollo
(IDS): “Demasiados países están invirtiendo muy poco en la investigación de los
efectos a largo plazo de la desigualdad sobre la sustentabilidad de sus
economías, sus sociedades y sus comunidades.” El informe añade que “el reciente
aumento de las desigualdades económicas parece hallar su origen en las décadas
de 1980 y 1990, cuando el paradigma neoliberal llegó a ser dominante en los
países occidentales.” Resulta, de hecho, ese paradigma que, en gran medida, ha
inclinado el campo de juego de tal manera como para identificar una acumulación
de riqueza cada vez mayor en la parte superior de la pirámide social con el “capitalismo
sano”.
El informe de la UNESCO indica que parece haber
buenas noticias en cuanto a que, por lo menos, se ha reconocido, por fin, la
desigualdad como un problema creciente y grave que necesita ser enfrentado y
tratado más temprano que tarde, lo cual explica el hecho de que “la cantidad de
estudios sobre la desigualdad y sobre la justicia social se ha quintuplicado en
las publicaciones académicas desde 1992,” y que “numerosos informes y libros
sobre la desigualdad han sido publicados, algunos convirtiéndose en bestsellers internacionales.” Pero añade
que se requiere de una gran cantidad más de tales estudios y de la adopción de
medidas concretas como para cambiar la clara tendencia social hacia la
injusticia, y agrega que, “a menos que abordemos con urgencia estas desigualdades,
la meta para el año 2030 de los Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS)
de ‘no dejar a nadie atrás’ se convertirá en un mero lema vacío.”
Bueno, les dejé la mitad...¿Qué son, egoistas? |
Uno de los problemas que surge respecto de las investigaciones
llevadas a cabo hasta la fecha es que tienden a ser de temática específica,
centradas en un solo tipo de desigualdad o en una sola región, cuando, de
hecho, existe una amplia gama de desigualdades que hoy afecta a todos los
países y todas las regiones de la tierra de una forma u otra y que la
desigualdad se ha vuelto tan arraigada que incluso las personas que fácilmente
caen bajo el hechizo del vacío discurso populista —aquello de que “sólo yo
puedo arreglarlo todo”— tienen dificultades, al ser interrogados respecto de su
descontento, para vocalizar sus quejas específicas acerca de todas las
desigualdades que enfrentan, incluso cuando saben perfectamente que sus vidas
deberían ser mucho mejores de lo que son, y que están indignados por un sistema
que ellos ven como injusto, insensible, cargado contra ellos, y esencialmente
corrupto.
Los fundamentos de las distintas aunque interrelacionadas desigualdades
que contempla el informe de UNESCO/IDS son claramente definibles. El tipo de
desigualdad que sale a la superficie más rápidamente es, sin duda, el económico:
diferencias en los niveles de ingresos, empleo, bienes y activos disponibles, y
variaciones en los niveles de vida. Sólo un poco más sutil es la desigualdad
social resultante, que afecta no sólo a las variaciones en la condición social como
tal de un grupo a otro, sino también en la funcionalidad de la educación, la
salud, la justicia y los sistemas de protección social. Vinculada a este
segundo tipo de desigualdad es la desigualdad cultural, que abarca la
discriminación por razones de género, etnia, raza, religión y otros factores de
identidad grupal.
Pero la desigualdad que tiñe todo hoy en día va mucho más allá de
estas tipificaciones más comúnmente conocidas. Tomemos, por ejemplo, la
desigualdad política, o, mejor dicho, las diversas capacidades de los
individuos y grupos para influir en la toma de decisiones políticas y beneficiarse
efectivamente de las mismas y/o para iniciar, auténticamente, algún tipo de significativa
acción política. Este tipo de desigualdad se ha puesto de manifiesto de manera
espectacular en el actual proceso electoral estadounidense, ansiosamente
seguido en todo el mundo, en el cual dos de los candidatos presidenciales menos
populares en la historia del país son los dos últimos que han quedado en pie,
en una carrera que incluyó a un candidato independiente que tuvo un éxito
increíble, pero quien, al final, se vio obligado a ceder ante la enorme riqueza
y poder de los otros dos, y en la cual había una gran cantidad de
"perdedores" quienes simplemente nunca tuvieron chance alguna contra
los recursos combinados de los dos candidatos principales. Agregue a ésto la reciente
aprobación otorgada por la Corte Suprema de Estados Unidos como
"constitucional" la donación por parte de las grandes empresas de recursos
ilimitados a las campañas electorales, y es difícil no percibir al ciudadano
común de Estados Unidos como privado —en forma abrumadora— de su poder político.
Una rama frecuente de la disparidad política es la desigualdad
espacial, o sea, según el informe de la UNESCO, las marcadas diferencias que
existen entre una región y otra o entre los centros urbanos y las zonas
periféricas o rurales marginadas, las cuales, dependiendo de dónde se
encuentren o de las influencias que son capaces de manejar, poseen más o menos
recursos para su desarrollo. Y esto se encuentra, a su vez, vinculado a la
desigualdad en cuanto al medio ambiente,
que se refiere al acceso desigual a los recursos naturales y su explotación, la
exposición a la contaminación y sus riesgos y las diferencias en el acceso a
los organismos necesarios para adaptarse y/o resolver estas disparidades.
Otro rubro es la desigualdad basada en el conocimiento. Ésto se refiere tanto al acceso como a la contribución a una gran variedad de distintos tipos de conocimientos y fuentes de información, así como a las consecuencias de este tipo de desigualdad. Un buen ejemplo es cómo las estadísticas mundiales son frecuentemente distorsionadas por el hecho de que el alcance del conocimiento se limita a los recursos aplicados para recogerlo. O sea, enormes cantidades de datos pueden ser acumuladas sobre las cuestiones que afectan a los países o regiones más ricos en el mundo, mientras que poco o nada de conocimiento comparativo puede surgir respecto de temas que afectan a las naciones más pobres del mundo, debido a la escasez de recursos para la recopilación de datos en esos lugares.
Mientras que la desigualdad puede ser vista como un problema para el
cual es importante encontrar una solución rápida (y, de hecho, es ese el caso),
resulta, al final, una consecuencia más que una causa. Es menos probable,
entonces, que se pueda encontrar una solución con un enfoque sobre la
consecuencia que mediante la identificación de sus fuentes y la concentración
en ellas. Y la primera fuente que se debe analizar es la concentración cada vez
mayor del poder económico y político en manos de una élite cada vez más
exclusiva, que se dedica a proteger y defender exclusivamente sus propios
intereses.
La generación de riqueza en sí no es el problema. Por lo contrario, el
problema viene cuando se utiliza esa riqueza para crear y adquirir el tipo de
poder político necesario para institucionalizar la codicia y la corrupción con
el objetivo de eximir, en gran medida, al más rico de los ricos de la
obligación de pagar una colaboración justa en las mismas sociedades que los han
hecho ricos. En otras palabras, un problema importante en gran parte de
Occidente es que las entidades y los ciudadanos
más ricos simplemente carguen con su propio peso en cuanto a mejorar, de una
manera u otra, la vida de los segmentos más pobres o para aliviar la carga
social/fiscal que recae inevitablemente sobre la clase media. Y puesto que
forman precisamente el segmento con más poder tanto para crear como para socavar las administraciones gubernamentales
y, así, influir profundamente en las leyes, no hay manera de garantizar que lo
hagan.
La desigualdad global: Las 85 personas más adineradas poseen
riqueza equivalente a los ingresos de las 3.500 millones de
personas más pobres del mundo.
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El multimillonario y filántropo estadounidense Warren Buffett puso
este dilema sobre el tapete al escribir que, para él, era absolutamente injusto
que él pagara una tasa impositiva mucho menor que los trabajadores en las
oficinas de su compañía. Aunque los editorialistas conservadores y voceros del
“uno por ciento” se han apresurado a acusar al multimillonario de
"matemática defectuosa" (justamente a Warren Buffett...matemática
defectuosa... ¿en serio?) el principio al cual se refería queda claro como el
agua. El uno por ciento más rico en EEUU y gran parte del resto de Occidente no
está pagando ni cerca de su parte justa hacia la creación de una sociedad más igualitaria.
Y la única forma de cambiar esto es a través de una mayor democracia y de una
mayor cooperación en todo el mundo, no minando la democracia en beneficio de
los sectores más adinerados, favoreciendo así la ambición y la intriga
política, que son, precisamente, el núcleo
del problema.
Pero tampoco es el único problema. El solo hecho de hacer que todos
paguen su parte justa no garantizará automáticamente que la riqueza cumulativa
del mundo se distribuya de manera equitativa, como para mejorar la vida de
todos los seres humanos alrededor del planeta —para empezar, por lo menos terminando con el hambre en el
mundo entero, tarea casi siempre presentada como “imposible”, cuando resulta, de
hecho, absolutamente lograble si los países más ricos del mundo destinaran una
porción de sus enormes presupuestos militares al vencimiento de la hambruna que
padece más de 800 millones de personas. Lograr ésto requiere, sin duda, de un
amplio cambio de mentalidad en todo el mundo. Será necesario montar un
concertado esfuerzo mundial para terminar con la guerra, promover la paz y la
cooperación, asegurar la inclusión de todos los afectados por las decisiones,
estimular la participación multilateral en la búsqueda de soluciones mutuas a
problemas en común, y generar conciencia e interés universal en el hecho de
trabajar juntos, a un nivel masivo, si queremos seguir teniendo esperanza
alguna de sobrevivir como especie.
Existen, sin duda, quienes argumentarán que la inequidad, como
fenómeno global, ha disminuido durante los primeros años del nuevo milenio.
Pero el informe de la UNESCO indica que prácticamente el total de esa mejora se
produjo por obra del vasto desarrollo económico experimentado tanto en la China
como en la India, con sus enormes poblaciones, mientras que, en el Oeste, en
África y en otras regiones, el nivel de desigualdad ha empeorado, y hasta
amenaza con neutralizar las mejoras de fondo en Oriente. Agregue ésto a la
impredecible tendencia en el frente laboral, tal como lo hemos conocido hasta
el momento, y la gradual desaparición del trabajo como modo de ganarse la vida
para la persona común, y el futuro no se ve para nada alentador. La causa de esta situación es que los avances
sociales no han ocurrido al ritmo de los avances tecnológicos, y los que
ejercen el poder tienden —ya sea por avaricia o por ignorancia— a aplicar formulas
obsoletas a cualquier intento de crear soluciones aplicables a un dilema tan
novedosa como creciente.
A final de cuentas, y a propósito de la desigualdad, el problema más
grave que el mundo de hoy enfrente es la profunda falta de grandeza que está
afectando no sólo a empresas y a gobiernos, sino también a los líderes
individuales de los mismos en todo el mundo. Los lemas huecos de los demagogos
del nacionalismo populista —como ese “Hacer grande a América de nuevo” del
candidato norteamericano a presidente, Donald Trump— sólo tendrán algún
significado genuino cuando los líderes mundiales dejen atrás sus míseros reclamos,
sus rivalidades políticas, sus discursos bélicos, sus acciones violentas y sus
avaros intereses personales, y pacten la manera de trabajar juntos para
resolver, en lugar de crear, los problemas más urgentes del planeta, y cuando
los ciudadanos comunes, en su conjunto, masivamente, y en los términos más
contundentes posibles, demanden que su líderes actúen de buena fe y por la paz.
Hasta que ocurra eso, la gran mayoría de la población del mundo será testigo de
una creciente desigualdad que empeorará mucho antes de ceder un solo ápice.
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