Hace días que estoy reflexionando sobre el impresionante resultado de las
históricas elecciones presidenciales del mes pasado en Estados Unidos, y por
más que trate de mantenerme positivo, sólo puedo concluir que ese país, y, por añadidura, el resto del mundo, se encuentran en el punto
de partida de lo que sólo puede ser descrito como “el peor de los casos” para
la paz, la cooperación y la comprensión a nivel global.
Para empezar, el presidente electo Donald Trump es, posiblemente, el
presidente estadounidense menos preparado de la historia del país. Su formación
neta se ha centrado enteramente en los negocios—con sólo el más mínimo de
estudios económicos puros— y tampoco es, como la mayoría de los políticos que
eventualmente ocupan los cargos más altos de ese país, abogado. Este último
hecho no sería necesariamente, en sí mismo, un factor fatalmente limitante. El
ex presidente estadounidense Jimmy Carter, por ejemplo, se recibió con orgulloso
y honores de la Academia Naval de Annapolis y fue agricultor y empresario antes de lanzarse en
su carrera política. Sin embargo, fue uno de los presidentes de Estados Unidos más
comprometidos con los derechos humanos y civiles y sigue siendo, como
presidente y en su vida posterior, uno de los estadistas, embajadores
itinerantes y negociadores de paz al que ese país ha dado origen. Trump, por su
parte, ha mostrado manifiesto desprecio por la ley en general y por los
principios del derecho constitucional en particular.
Incluso en su propia actividad, Trump ha demostrado que sigue un
modelo de negocios poco convincente, dirigiendo numerosas empresas que han
caído en bancarrota, perdiendo causas judiciales contra una universidad que fundara bajo su
nombre y que fue descripta por los demandantes como una absoluta estafa,
manipulando las leyes fiscales para evitar el pago de impuestos durante años,
no pagando a múltiples contratistas que proporcionaron servicios a su grupo de
negocios, y acumulando una reputación como un CEO quien, si uno hiciera
negocios con él una vez, era poco probable que los volviera a hacer. Recientemente,
han habido versiones bien fundadas alegando que Trump ha admitido formalmente a
las autoridades tributarias estadounidenses que transfirió fondos de su
supuesta fundación filantrópica a personas no autorizadas para recibirlos —que
podrían incluir a él mismo, a sus familiares o a las autoridades de la fundación—
práctica prohibida por ley.
A lo largo de su fea y divisiva campaña para la presidencia, Trump ha
demostrado ser un demagogo racista y sexista, quien ha prometido, de manera nihilista,
deshacer durante sus primeros 100 días como presidente, todo lo que el actual mandatario
Barack Obama ha hecho durante sus ocho años de gobierno, especialmente en lo
que respecta a la política social. Ha prometido, además, ser más belicoso, afirmando
que “sabe más acerca de la estrategia militar que todos los generales del país en
conjunto” y, en términos de la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo
islámico, ha dicho que su solución, simplista por cierto, será cerrar las
puertas del país a todos y cada uno de los inmigrantes musulmanes, poner bajo
vigilancia a los que ya están en el país, ya sean extranjeros o ciudadanos
estadounidenses, “bombardear a la mierda a ISIS” y “agarrar el petróleo” en el
Oriente Medio. Violaciones del derecho estadounidense y del derecho
internacional se encuentran implícitas en casi todos estos planes de “política
exterior y de seguridad nacional”. Y sus acciones prometidas contra los
musulmanes son un desafío directo a las garantías constitucionales en cuanto a
igualdad de protección judicial, a la libertad religiosa y al debido proceso
bajo la ley.
Mike Pence |
Asimismo, Trump ha indicado que favorece las políticas defendidas por
su vicepresidente electo, Mike Pence, cuando este último fue gobernador del
estado de Indiana. La administración de Pence fue social y moralmente invasiva
y misógina, negando el derecho de las mujeres a tomar decisiones que afecten
sus propios cuerpos y sus vidas, e incluso encarcelando a algunas mujeres por poner
fin a sus embarazos, considerando que tales intervenciones médicas eran
"homicidios". La mayoría de los expertos veían a la candidatura
vicepresidencial de Pence como una movida estratégica ya que, como gobernador, aunque en el innegablemente
conservador territorio de Indiana, el político se había vuelto tan impopular
que era poco probable que sobreviviera otra votación provincial. Ambos hombres
han jurado que sacarían el fondeo federal a Planned Parenthood—organización que
ha ayudado a millones de parejas de bajos recursos a conseguir gran variedad de
tratamientos anticonceptivos y otros servicios reproductivos y de salud sexual
desde hace décadas— y prometen además tratar de anular la histórica decisión de
la Corte Suprema conocida como Rowe vs Wade sobre el derecho de las mujeres a
controlar sus propios cuerpos y destinos. El presidente electo ha indicado,
además, que socavará programas sociales estatales largamente establecidos que
actualmente prestan asistencia a los segmentos más pobres de la población
estadounidense. En muchos casos, ha afirmado que reemplazará lo que destruye
con mejores programas y proyectos, pero hasta ahora no ha proporcionado la
menor indicación concreta de lo que las políticas de reemplazo implicarán, más allá
de prometer que serán "grandes" "tremendos" y "mucho
mejores" que los que ha puesto en práctica el actual gobierno de Barack
Obama.
Esto último no es para nada inusual en Trump. De hecho, es la norma.
El presidente electo rara vez proporciona datos concretos sobre sus planes y/o
políticas potenciales, presumiblemente porque tal ambigüedad le permite cambiar
de posición para mejorar su postura en sintonía con su propia conveniencia
futura. Este puede ser un enfoque astuto para las negociaciones comerciales,
pero en la política, y especialmente en la política internacional, se ve como
inconsistencia y como falta de confiabilidad. En cuanto a las posturas que ha
expresado a lo largo de los años sobre temas de, quizás, poca importancia para
un hombre de negocios, pero de gran importancia para un país y su gente, Trump no
se ha hecho problema alguno a la hora de adoptar posturas diametralmente opuestas
a las que sostenía antes de la campaña electoral que le ganó la presidencia. Hacía
años, por ejemplo, cuando Trump se inclinaba hacia el Partido Demócrata, se
declaró a favor del derecho de las mujeres a practicar el aborto según su
propio criterio. Ahora, después de haberse hecho del Partido Republicano en
busca de la nominación presidencial, toma una postura "pro-vida" (antiaborto)
más en sintonía con su potencial base de votantes ultra-conservadores.
Incomodado por los periodistas que le recuerden de sus
inconsistencias, el presidente electo de Estados Unidos ha criticado a la
prensa por lo que él llama "trato injusto" para con su persona. Ha
prometido que, como presidente, "relajará las leyes sobre la
difamación" para hacer que sea más fácil demandar a los medios de
comunicación, y ha amenazado además con bajarles el copete a sus críticos
haciéndolos sujeto de investigaciones que, según advierte, llevarán a cabo
agentes de los diferentes entes reguladores del gobierno federal. Todo esto
suena familiar a cualquiera que haya vivido bajo regímenes autocráticos o
dictatoriales en otras partes del mundo, donde las leyes de difamación son
regularmente manipuladas para fastidiar a la prensa y donde las agencias
fiscales y otros organismos reguladores son instados a inventar cargos contra
cualquiera que desafíe al régimen.
Sorprendentemente, sin embargo, el hecho de afirmar que antes pensaba
de una manera y que ahora piensa de otra parece haber servido bien a Trump en
las últimas elecciones, ya que sus seguidores parecen haber tomado esto como un
signo de "honestidad", de ser "un tipo auténtico" y de no
tenerle miedo al cambio. Pero es el tipo de comportamiento que los analistas
políticos independientes tienden a ver como inconsistencia y como una preocupante
falta de orientación, el tipo de posiciones improvisadas que pueden llevar a
señales mixtas e inconsistencias fatales. De hecho, su tendencia a cambiar las
posturas —en efecto, a no cumplir su palabra— es el tipo de inconsistencia que
puede causar estragos en las relaciones internacionales y provocar grietas
difíciles de sanar.
Steve Bannon - propagandista de ultraderecha |
Peor aún, Trump no parece listo tampoco para respaldarse con el mejor
de los consejeros, como el popular héroe republicano Ronald Reagan hiciera en
su época. En aquel entonces, el presidente Reagan, quien —como ex-estrella de
cine de poca importancia, ex-presidente del gremio de los actores y principal
testigo durante la cacería de brujas anticomunista de la cual fue arquitecto el
senador Eugene McCarthy en los años cuarenta— fue visto como mal preparado para
ser presidente de los Estados Unidos (aunque ciertamente mejor preparado que
Trump, habiendo servido dos mandatos como gobernador de California), pero fue
aplaudido por rodearse de colaboradores bien informados y por acatar sus
consejos. Trump, por su parte, parece estar formando una administración
compuesta en gran parte —aunque no enteramente— de personajes del Partido
Republicano, sin importar su capacidad, que se mantuvieron con él cuando otros
republicanos se opusieron a su candidatura, y de gente que utilizó como “fuerza
de choque” durante la campaña. Por ejemplo, el nombramiento por Trump del
apologista de ultraderecha y propagandista político Steve Bannon como
"estratega en jefe y consejero principal" para la futura presidencia
ha gatillado alarmas en toda la comunidad de derechos humanos y civiles.
Y no es para menos. El nombramiento de Bannon ha generado un fuerte
rechazo de organizaciones tales como el Consejo de Relaciones
Americano-Islámicas, la Liga de Anti-Difamación y el Centro de Derecho contra
la Pobreza del Sur. Los demócratas del Senado señalan que el sitio web Breitbart, administrado por Bannon, es
una plataforma para las opiniones racistas y antisemitas y lo mejor que Ben
Shapiro de la Coalición Judía Republicana ha podido decir al tratar de defender
el nombramiento del ultraderechista fue que no había visto señal alguna de que Bannon,
personalmente, fuese antisemita, pero sin negar explícitamente que lo fuera. Agregó,
además, que Bannon, sí, se demostraba "feliz de complacer a (tales)
personas y hacer causa común con ellas", en su intento de promover su
objetivo personal de transformar el conservadurismo en populismo nacionalista
de extrema derecha. El defensor de los derechos civiles y activista judío Alan
Dershowitz dijo, mientras tanto, que aunque no haya "pruebas
convincentes" de que Bannon sea, él mismo, un antisemita, bajo su mando,
Breitbart ha surgido como la principal fuente de opiniones extremas de una
minoría vocal que promueve el fanatismo y el odio."
Neonazis aclaman a Trump |
Si se agrega a todo esto la ambigüedad del mismo Trump sobre
cuestiones de fanatismo y racismo, es difícil no preocuparse. El fin de semana
anterior al feriado estadounidense de Acción de Gracias, el líder nacionalista
Richard Spencer celebró una manifestación en el sitio de una convención del National Policy Institute que fue realizada
a menos de una milla de la Casa Blanca, y que imitó, de manera escalofriante, las
concentraciones populares nazis que tuvieron lugar en Alemania antes de la
Segunda Guerra Mundial. Desde el podio, en un discurso cuyo contenido alternaba
entre el inglés y el alemán, el fundador del movimiento alt-right (de extrema derecha) gritó: "Viva Trump! ¡Salve
nuestro pueblo! ¡Viva la victoria!" Fue aclamado por los miembros de la
audiencia quienes le contestaron con la típica venia de brazo rígido de los
otrora nazis. Spencer lanzó un discurso de media hora que estaba claramente
diseñado para equiparar los valores nacionalistas neonazis con los trumpianos.
Obviamente, Trump no tiene control sobre quién invoca su nombre o hacia qué
fin, pero no le tomó varias horas sino varios días para responder al
reconocimiento de Spencer, quien lo halagó como la gran esperanza del
nacionalismo populista neonazi de la raza blanca. Sólo fue el martes siguiente
cuando, finalmente, Trump salió a responder a la sorpresa mediática, tanto por la
manifestación neonazi como por su falta de reacción a ella. Después de tan
larga espera se limitó a responder, lacónicamente: "Por supuesto que los
condeno."
Muchos consideraron esa respuesta desganada como demasiado poco,
demasiado tarde. Oren Segal, director de la liga antidifamatoria de EEUU, fue
claro cuando dijo: “Parece haber un patrón en el gobierno electo de Trump de
esperar hasta último momento. Y, sencillamente, no podemos darnos tal lujo.
Cuando se ven venias nazis en (Washington) D.C., resulta importante condenar el
hecho enseguida.”
En la misma línea, Segal comparó la falta de reacción de Trump
respecto de la manifestación liderada por Spencer con su inmediata crítica
anterior de miembros del elenco de la obra de teatro Hamilton, sito en la Avenida Broadway, quienes dieron una filípica
al vicepresidente electo, Mike Pence, quien se encontraba en la audiencia.
Según Segal, “Si uno tiene tiempo para ‘tuitear’ algo sobre algo que pasó en el
teatro, debería tener tiempo también para ‘tuitear’ algo sobre la crecida de
crímenes de odio que está ocurriendo y sobre neonazis en Washington D.C.”
David Duke |
Y tampoco es la primera vez que se critica a Trump por su lentitud a
la hora de denunciar a los supremacistas blancos de extrema derecha. Al principio de su campaña para la presidencia
de Estados Unidos, Trump se permitió una espectacular tardanza antes de rechazar
el respaldo de David Duke, figura líder en el violento movimiento ultra racista
conocido como el Ku Klux Klan (KKK). En esa oportunidad, al ser cuestionado por
Jake Tapper, conductor del programa periodístico The Lead, que sale al aire en el canal de noticias CNN, Trump, al
principio, obvió el asunto al decir, “No sé nada de David Duke (figura nefasta
y sumamente conocida en EEUU), y no sé nada de la supremacía blanca,”
(confesión que, viniendo de un candidato a la presidencia de ese país, debería
causar gran preocupación). Sólo fue
muchos días después cuando Trump, bajo gran presión tanto de los medios como de
su propia campaña, salió a declararse en contra de Duke y su organización.
"Gente de la Segunda Enmienda" |
Por otro lado, Trump ya ha comenzado a tomar distancia de algunas de
sus promesas más extremas manifestadas durante su campaña electoral. Por
ejemplo, durante esa campaña, Trump afirmó varias veces que, si llegara a la
presidencia, investigaría y encarcelaría a su rival, Hillary Clinton. Tan
insistente fue ese juramento que se convirtió en lema de guerra para sus
votantes blancos y de clase trabajadora que en sus manifestaciones contra la
Clinton gritaban “¡A la cárcel! ¡A la cárcel! ¡A la cárcel!” Hubo, además,
pancartas tanto en Facebook como expuestas en los jardines de los seguidores de
Trump que mostraban a Hillary tras rejas y que llevaban la leyenda “Trump a la
Casa Blanca, Hillary a la cárcel.” Una vez asegurado de su victoria, sin
embargo, Trump anunció públicamente que su gobierno no perseguiría a Hillary
Clinton. Y es probable que pase lo mismo con su anunciado proyecto faraónico de
construir un muro de diez metros de alto en toda la larga frontera entre su país
y México, y con su promesa de deportar a
once millones de inmigrantes ilegales o su amenaza de “ir por las familias de
terroristas.” Aun cuando cualquier
atenuación de las posiciones radicalmente derechistas que Trump estableció
durante su campaña por la presidencia podría parecer un paso positivo, yo sigo
preguntándome, ¿qué pasará cuando todo los partidarios iracundos de extrema
derecha que han respaldado a Trump —“gente de la Segunda Enmienda” como se
refiere Trump a estas personas defensoras apasionadas del derecho de la
ciudadanía a portar armas— se den cuenta que han sido víctimas de sólo otro
político mentiroso, quien diría cualquier cosa para resultar elegido...e
inmediatamente padecer amnesia total una vez en el gobierno.
Resulta difícil, pues, ver cómo los próximos cuatro años podrían
terminar siendo positivos para el futuro de la democracia de Estados Unidos,
para los derechos civiles en ese país, para la paz mundial o para cualquier
disminución en el avance del nacionalismo populista tanto en EEUU como en el
resto del mundo, dada la extraordinaria victoria para la extrema derecha que
representa la llegada de Donald Trump a la presidencia.
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