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LA DEMOCRACIA TURCA EN UNA ENCRUCIJADA


El 16 de abril próximo, los votantes turcos decidirán en un plebiscito si otorgar o no aún más poderes extraordinarios a su actual presidente, Recep Tayyip Erdogan. O, por lo menos, ese es el propósito aparente de tal votación. Vista desde una perspectiva más amplia, sin embargo, lo que votarán los turcos será, en realidad, la continuación o no de la democracia en su país.
Los avances que Erdogan ha hecho hacia una toma autocrática del poder político en Turquía durante los últimos tres años han sido vertiginosos. Hacia finales del 2013, cuando aún ejercía como primer ministro del país, parecía que su carrera política se derrumbaba y que terminaría en escándalo, después de que una serie de conversaciones grabadas parecía no dejar duda alguna de que él y su hijo Bilal estaban involucrados en una vasta (y lucrativa) red de corrupción.
Pero siendo el político hábil e innegablemente capaz que es —con una carrera que abarca dos décadas, desde sus días como alcalde de Estambul— y armado con el poder floreciente que su perfil como aliado de la OTAN y Occidente le proporcionó en tiempos en que los líderes occidentales no podían despreciar a un “amigo” cuyo poder vincula al Este con el Oeste, Erdogan fue capaz de sortear las acusaciones de corrupción y salir más fortalecido que nunca, ganando la presidencia al año siguiente. A partir de ese momento, su principal objetivo ha sido la consolidación de un poder presidencial cada vez mayor, y sus claros avances hacia ese objetivo han surgido en detrimento manifiesto de la democracia, en un clima en el cual tanto los críticos políticos como los medios independientes están marcados como enemigos del Estado y son perseguidos como tales.
A lo largo de la historia de Turquía como república, después de la caída del Imperio Otomano de 400 años de duración al final de la Primera Guerra Mundial, el ejército turco ha actuado como árbitro y fusible cada vez que ha considerado que la democracia está en riesgo. Este es un legado entregado a las Fuerzas Armadas turcas por Mustafá Kemal Ataturk, el oficial castrense que fue instrumental en la creación de la República Turca en los años inmediatamente posteriores a la Primera Guerra Mundial. De acuerdo con esa tradición, conocida como kemalismo, los militares han guardado celosamente su concepto de Turquía como una democracia nacionalista, secular y de tendencia occidental, incluso imponiendo reiteradas modificaciones y limitaciones al sistema para frenar las ambiciones de los líderes electos y para evitar que acumularan poder indebido o arrastraran al gobierno hacia la teocracia islamista.
No obstante, por democráticos que hayan sido sus intereses, desde un punto de vista práctico, la democracia turca se ha desarrollado a la sombra de las poderosas Fuerzas Armadas del país y con el permiso tácito de su jerarquía militar. Hasta el año pasado, era impensable que cualquier líder político pudiera gobernar eficazmente sin la aprobación de los militares. Pero el actual presidente también ha desafiado esa creencia.
Hasta hace poco, la audacia política y diplomática de Erdogan le había permitido explotar estas idiosincrasias democráticas para promover sus propias causas y su carrera, por un lado identificándose con líneas políticas islamistas moderadas y, por otro, fortificando la condición del país como potencia de la OTAN y como el “subcontratista” número uno en cuanto a lidiar con los problemas de Europa Occidental con los refugiados procedentes de guerras por encargo en Oriente Medio y África que han provocado la peor crisis migratoria desde la Segunda Guerra Mundial.
Y cuando la falta de democracia del presidente turco, su coqueteo con el hombre fuerte ruso Vladimir Putin como venganza contra Occidente por desaprobar sus tácticas dictatoriales, y su aparente tolerancia de los militantes de ISIS en cuanto a utilizar al país como punto de paso seguro minaron las esperanzas de Turquía de ser recompensada con una membresía en la Unión Europea por su lealtad hacia Occidente, un grupo de líderes militares, impulsados ​​además por actos terroristas cometidos por ISIS en suelo turco, decidió tomar el toro por las astas.

El 15 de julio del año pasado, un segmento firmemente convencido de las Fuerzas Armadas turcas realizó un golpe relámpago en el cual intentaron derrocar al presidente y, como en otros levantamientos militares que han salpicado la historia del país, reordenar el sistema y restaurarlo a alguna forma de democracia secular. Parece obvio, sin embargo, que no se habían dado cuenta del apoyo popular y armado del cual disfrutaba Erdogan, y el golpe fue rápidamente aplastado. Miles de personas fueron detenidas de inmediato y lo que ha seguido en los meses transcurridos desde entonces, es una verdadera cacería de brujas a nivel nacional.
Hasta ahora —debido a protestas europeas y las advertencias oficiales de que hacerlo podría dañar aún más sus relaciones cada vez más tenues con la UE— Erdogan no ha podido encontrar el apoyo necesario para la reincorporación de la pena de muerte en Turquía. Hubiese querido, claramente, reafirmar su poder a través de ejecuciones ejemplares que no dejaran duda alguna en cuanto a cómo manejaría él cualquier desafío a su autoridad en el futuro. En cambio, ha tenido que conformarse con otras acciones ejemplares punitivas: 40.000 detenciones y destitución de sus puestos de jueces, fiscales, educadores y otros empleados del gobierno sospechados de respaldar el intento de derrocamiento, unos 100 mil de ellos en total.
Si el presidente turco ya estaba siendo criticado antes del levantamiento militar por sus acciones represivas contra periodistas y medios de comunicación que criticaban su gestión, desde el golpe abortivo del año pasado, su gobierno casi ha borrado por completo la libertad de expresión en todo el país. Erdogan ha cerrado cerca de 180 periódicos, canales de televisión y sitios web. Tan extensos han sido sus ataques a los medios de comunicación que Turquía está ahora clasificada entre los peores represores de la cobertura informativa independiente. En la actualidad hay unos 150 periodistas detenidos a disposición del gobierno en las cárceles turcas.          
¿Cómo ampliaría Erdogan, entonces, su poder, en detrimento de la democracia si ganara una mayoría de los votos en el referéndum de abril? Para empezar, como presidente o ex presidente, la reforma constitucional implícita en el plebiscito lo haría inmune de por vida a cualquier proceso judicial. En otras palabras, todas las acusaciones de corrupción formuladas contra él se anularían, al igual que cualquier otra acusación por mala conducta. El puesto del primer ministro sería suprimido y los presidentes podrían servir durante tres períodos consecutivos de cinco años cada uno. (Presumiblemente esto también se aplicaría al presidente en ejercicio). Los servicios de inteligencia responderían directamente al presidente. Como jefe de Estado, tendría el poder de disolver el parlamento y determinar el presupuesto anual del país. Y tendría, además, poder de veto sobre cualquier legislación.
Un póster que promueve la democracia y el militarismo
simultáneamente.
En virtud de la reforma, el presidente extendería, además, su alcance al poder judicial y a la educación. Tendría el poder de nombrar a todos los rectores universitarios y a elegir al director de la Junta Nacional de Educación Superior. La reforma daría al presidente poder efectivo sobre el nombramiento de todos los jueces y fiscales al permitirle nombrar al jefe y a la mitad de los miembros de la junta directiva que realiza dichos nombramientos. Además, el jefe de Estado tendría el poder de nombrar a 12 de los 15 juristas que forman el Tribunal Constitucional turco, el órgano judicial más alto del país y la corte que decide si se puede o no llevar al Ejecutivo al juicio político.
A la luz de todo esto, la amenaza a la democracia turca es obvia. Pero resulta poco probable, asimismo, que Erdogan pierda el referéndum. Los turcos viven en medio de un entorno hostil, con la devastadora guerra siria que se libra justo al otro lado de la frontera, los terroristas de ISIS activos en todas partes y utilizando el territorio turco como un refugio semiseguro, Rusia reforzando su presencia en la región y el gobierno involucrado en una prolongada guerra no declarada contra los rebeldes kurdos.
En un contexto tan incierto —y con el país, según muchos observadores, casi dividido por igual entre los que adoran al presidente y los que lo odian— muchos turcos ven a Erdogan como símbolo de fortaleza y estabilidad. Aunque sus actuales vínculos con Occidente puedan ser menos cordiales que antes, sus opositores no demuestran una creíble capacidad de mantener buenas relaciones con la UE y con Washington. Además, Erdogan ha demostrado su fuerza en las acciones militares que ha dirigido en Siria y en los esfuerzos diplomáticos que ha montado allí en conjunto con Rusia. Los activistas democráticos seculares en su mayoría forman parte de la oposición y, aunque hayan extraído gran parte de su pensamiento de las democracias europeas, pocos entre ellos consideran como confiables ya las grandes potencias occidentales que han estado cautelosamente preparadas para seguir respaldando al líder autocrático del país ante cualquier intento de derrocarlo.
El referéndum será, en cierta medida, una gran apuesta para Erdogan. Un abrumador voto por el "no" socavaría seriamente su base de poder cada vez más autocrática, e incluso podría terminar dando apoyo interno a un nuevo levantamiento contra él. Pero en el análisis final, aunque las encuestas preliminares indican que el país está prácticamente dividido por la mitad entre el "sí" y el "no" para el plebiscito que se aproxima, son muchos los indicios que sugieren que la mayoría, incluyendo un gran número de los jóvenes ascendentes del país, están más interesados en una Turquía "resistente" que en la democracia.
El referéndum de abril se reduce, entonces, a una pulseada entre aquellos que quieren evitar que Erdogan elimine todo vestigio de la democracia y aquellos dispuestos a proporcionarle la autoridad que requiere para convertirse de pleno en dictador populista.

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