En el año 2012, el Comité del Premio Nobel
otorgó a la Unión Europea lo que es, tal vez, su más codiciado honor: el Premio
Nobel de la Paz. La elección del comité provocó algunos ataques mordaces de
críticos dentro de la propia UE. Principalmente de los que tienen agendas
propias, como los políticos cuyos electorados se habían visto afectados por la
peor crisis financiera y económica desde la Gran Depresión de los años treinta,
además de los habituales predicadores de la desgracia que siempre pregonan la
desintegración y desaparición de ese pacto multinacional. Pero visto en el
contexto de las siete décadas de la posguerra, parece al menos insincero
expresar tal desprecio, y mucho menos condena, por la elección del Comité
Nobel, ya que el valor del papel de la UE en el mantenimiento de la paz en
Europa después de dos devastadoras guerras mundiales simplemente no puede ser
exagerado.
La UE ganó el Premio Nobel por lo que, sin duda, ha proporcionado:
"el avance de la paz y la reconciliación, la democracia y los derechos
humanos en Europa." Más importante aún, ganó el principal premio mundial
de paz por "transformar la mayor parte de Europa de un continente de
guerra a un continente de paz.”
Recientemente escuché una entrevista con la nacionalista francesa de
extrema derecha Marine Le Pen, en la que prácticamente descartó de plano el
papel de la UE en el destino de Francia. Su mensaje estaba lleno de desdén por
Europa como una potencia unida de varios estados y hablaba como si fuera un
obstáculo para el avance de Francia, una visión claramente superficial y
equivocada para, tal vez, la próxima jefa de gobierno de Francia, en cuanto que
ese país fue escenario de algunas de las peores batallas de las dos guerras
mundiales y objeto de una humillante ocupación por parte de una potencia extranjera
autoritaria. Parece claro que Francia ha sido una de las naciones que más se ha
beneficiado de una Europa fuerte y unida. Sin embargo, se la oía indicar que prácticamente
el único beneficio que ella podía ver de permanecer dentro de la UE era el del financiamiento
europeo y que, si lo deseaba, pensaba que siempre podría buscarlo a través de
los bancos de cualquier otro continente, inclusive —dijo— de África.
Esta falta de conocimiento y/o sinceridad en una posible jefa de
gobierno de una de las naciones líderes del mundo es difícil de entender. Pero
en estos días el resurgimiento del fervor nacionalista populista es,
desafortunadamente, cada vez es más frecuente. En gran medida, aunque creada en
la imagen de extrema derecha de su padre, Marine Le Pen es un mero síntoma
repetido de una tendencia perturbadora que parece denotar amnesia colectiva por
parte de las grandes potencias occidentales y de ciertos segmentos de sus
pueblos, tal como lo atestiguan la aparición, en contra de todas las
probabilidades, de Donald Trump en Estados Unidos (que llegó al poder con los
votos de menos del 30 por ciento del electorado, con una ventaja de más de tres
millones de votos a favor de la principal candidata opositora, y con la mayoría
de los votos en el Colegio Electoral, el cual ignoró por completo el voto
popular); el asombroso resultado del referéndum de Brexit en el Reino Unido
(donde el ex ministro conservador David Cameron estaba tan seguro de que el
pueblo británico se daría cuenta de lo importante que era permanecer dentro de
la UE que terminó autorizando ese plebiscito, perdiendo su apuesta... y su puesto);
y el fortalecimiento de los movimientos ultra-derechistas en prácticamente
todas las naciones de Europa, incluyendo países como Alemania, donde su pasado
autoritario, y la peor guerra de la historia que éste provocara, ha servido
como un factor atenuante que lo ha sostenido como una de las democracias más
liberales de la UE, y una de sus más poderosas.
En el período previo a la votación de Brexit el año pasado, fue
precisamente el primer ministro británico David Cameron quien recordó a los
británicos que, antes de la existencia de la UE, Europa era un racimo de
naciones divididas que estaban perpetuamente yéndose a las manos entre sí. Y
que, gracias a la unificación ganada con tantísimo esfuerzo, hoy era, desde
hacía mucho tiempo, una unión multicultural que vivía y trabajaba en conjunto y
en paz. Muchas personas lo suficientemente mayores como para recordar el
comienzo de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial, y, por cierto,
aquellos que todavía pueden recordar parte del período entre las dos Guerras
Mundiales, muy probablemente estarían de acuerdo en que, la idea de décadas de
paz en el continente europeo parecía un sueño noble e idealista, pero, en fin,
un sueño nomás.
El logro de este objetivo ha sido, sin duda, asombroso. Y ésta no ha
sido la única ventaja que Europa ha obtenido a través de la unidad. Por
ejemplo, la UE es, hoy, el mercado más grande de Occidente, con 500 millones de
personas, y es, además, uno de los más ricos del mundo. En términos de
comercio, se ha convertido, como bloque, en una de las principales potencias
económicas del mundo y puede tratarse, en pie de igualdad y desde una posición
de fuerza a través de la unidad, con otras grandes potencias económicas como
Estados Unidos y China. Tiene su propio financiamiento multilateral. Y su
fuerza militar combinada la convierte no sólo en un actor importante en la
seguridad global, sino también en una fuerza a ser tomada en cuenta ante
cualquier intento expansionista, como aquellos que habían plagado la historia
mutua de sus miembros hasta y durante la época de la Segunda Guerra Mundial.
Hay, claramente, muchas cosas que se le pueden criticar a la UE. Es,
sin duda, un trabajo en progreso. Es, además, muy joven como entidad de pleno
derecho y como potencia mundial. No tomó forma como comunidad hasta 1957,
cuando se conoció como la Unión Económica Europea. Pero ha continuado
desarrollándose, y lo sigue haciendo hoy. Aquellos que se quejan de que ha sido
algo ineficaz en su misión original como comunidad económica, no se dan cuenta
de que, debido a la grave violencia masiva que muchos de sus estados miembros
habían sufrido entre sí, la conveniencia mutua del comercio y el crecimiento
económico era sencillamente el mejor punto desde el cual comenzar, con el fin
de iniciar un proceso continental de reparación histórica y construcción de
puentes. El objetivo final era organizar un proceso de consolidación de la paz
capaz de asegurar que los horrores de las dos guerras mundiales jamás volvieran
pasar.
Símbolo de este papel de la Unión Europea en la
consolidación y mantenimiento de la paz fue una reunión en 1984 entre dos
representantes emblemáticos de Francia y Alemania, quizás los más amargos
enemigos tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. El 25 de
septiembre de ese año, los dos renombrados líderes se reunieron en Verdún,
lugar de horrendos combates en ambas guerras, pero particularmente durante la
Primera Guerra Mundial, donde fue testigo de una de los combates más sangrientos
de la historia universal, la Batalla de Verdún. Ese enfrentamiento histórico
comenzó en febrero de 1916 y no terminó hasta el 19 de diciembre de ese mismo
año. Transcurrió en un campo de batalla que no llegaba a cubrir diez kilómetros
cuadrados, pero donde las víctimas, entre muertos, desaparecidos en acción y
heridos totalizarían unos 800 mil.
Fue para el 70° aniversario del inicio de la Segunda
Guerra Mundial que el presidente de Francia, François Mitterrand, y el
canciller de Alemania Occidental, Helmut Kohl, se reunieron en el cementerio de
Douaumont en Verdún, donde, vistiendo sobretodos largos bajo una lluvia
persistente asistieron para honrar a los que allí derramaron su sangre.
Mientras se encontraban, uno al lado del otro,
en ese lugar, en un gesto espontáneo, Mitterrand buscó la mano de Kohl y
el líder alemán la apretó con la suya. Durante largos momentos, se quedaron ahí
parados y tomados de las manos, como hermanos europeos. Fue un momento emotivo
y emblemático, más simbólico aún por el hecho de que el padre de Kohl había
sido soldado alemán quien, en esa épica batalla de la Primera Guerra Mundial, había
luchado en las colinas que rodean a Verdún, y Mitterrand, por su parte, había
sido soldado durante la Segunda Guerra Mundial, herido en Verdún y tomado
prisionero por el ejército de Hitler.
El significado de ese momento, enmarcado en una fotografía histórica,
fue que simbolizó el fin de décadas de enemistad entre dos de las naciones más
poderosas de Europa y que selló definitivamente una alianza duradera entre
antiguos enemigos mortales, dentro del marco fraternal de la Unión Europea. Si
la UE ha tenido sus debilidades, e incluso si todavía puede tener un largo
camino por recorrer para convertirse en una unión más perfecta, ha logrado, sin
duda, el objetivo para el cual fue prevista. Ha convertido a Europa de una
región guerrera de lucha constante en un continente de paz, unidad, tolerancia
y comprensión. Y todos aquellos que hoy están prestando sus oídos a la canción
de sirena de los nacionalistas populistas para un retorno al nacionalismo y al
aislacionismo europeo, harían bien en volver a revisar esa imagen de 1984 en
Verdún y la trágica historia de las décadas violentas del siglo XX que la
precedieron.
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