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LOS DERECHOS DE LA MUJER: LA IGUALDAD COMIENZA CON EL VOTO


Este mes marca el 97°aniversario del sufragio femenino en los Estados Unidos de América. Aunque durante mucho tiempo se consideró el modelo marco para gran parte de la democracia occidental, Estados Unidos sólo concedió el voto a sus ciudadanas en 1920, ratificando una enmienda en tal sentido a la Constitución el 18 de agosto de ese año. Y no fue un derecho justamente reconocido y otorgado a las mujeres por obra de un progresivo sentido de la corrección constitucional y democrática. Se trató más bien de un derecho arduamente ganado a través de la tenacidad y el sacrificio de un puñado de mujeres líderes quienes poco a poco convencieron a un gran número de seguidores para que respaldaran sus demandas en nombre de lo que debía haber sido legítimamente suyo desde un principio: una voz en la elección de quienes gobernaran y de quienes formularan las leyes del país.

Llevaría ocho décadas de lucha para que las mujeres estadounidenses ganaran el derecho al voto. Y los medios por los que persiguieron ese derecho civil constituyen un ejemplo en materia de protesta pacífica y de activismo ciudadano no violento.
Un movimiento sufragista femenino comenzó a surgir en 1840, pero no fue hasta 1848, durante la primera convención sobre los derechos de la mujer, celebrada en Seneca Falls, Nueva York, que se aprobó una resolución que exigía una campaña organizada para procurar el derecho al voto. Aun así, hubo considerable oposición a la resolución, ya que un número significativo de mujeres que asistieron a la convención consideró el sufragio femenino una idea radical, a pesar de su activismo a favor de la afirmación y defensa de los derechos de la mujer.
Estas divisiones permanecerían vigentes durante décadas, incluso después de que el incipiente movimiento feminista comenzara a desarrollar organizaciones sufragistas. La prolongada riña entre los dos grupos nacionales más prominentes —uno dirigido por Susan B. Anthony y el otro por Lucy Stone— fue la manifestación más clara de este problema de desunión. Ambos se formaron cuatro años después de la Guerra Civil, en 1869, y tardarían hasta 1890 para dejar de lado sus diferencias y fundirse en lo que sería conocida como la Asociación Nacional Sufragista de la Mujer Americana (conocida por su sigla en inglés, NAWSA), liderada por Susan B. Anthony.
Susan B. Anthony
Esto no impidió, sin embargo, a las sufragistas estadounidenses emplear medios altamente inteligentes y creativos para establecer, en forma de facto, el mismo derecho que se les estaba negando. Además de recurrir a las formas más tradicionales de protesta —manifestaciones callejeras, piquetes ante edificios públicos (incluso frente a la Casa Blanca), y purgar condenas en prisión, rebelándose a través de huelgas de hambre mientras se encontraban encarceladas. Asimismo, dieron pasos sin precedente al presentarse ante las urnas y exigir que se les permitiera votar. Cuando las autoridades de mesa en los comicios rechazaban sus solicitudes, entonces éstas iniciaban demandas judiciales ante los tribunales en defensa de sus derechos civiles.
El objetivo final de estas acciones era eventualmente poder presentar su causa ante la Corte Suprema de los Estados Unidos con la esperanza de que la negación del derecho a votar de las mujeres fuera declarada antidemocrática y, en última instancia, inconstitucional. Y eso es eventualmente lo que ocurrió, excepto que el tribunal más alto del país, en una decisión emitida en 1875, sentenció en contra de las sufragistas, argumentando que la Decimocuarta Enmienda —que establece los derechos básicos de los ciudadanos y citada por la defensa de las sufragistas— no establecía  en forma específica el derecho de las mujeres a votar.
Alice Paul
Esto llevó al movimiento por el sufragio femenino en general a concentrarse, hasta entrado el siglo XX, en promover el derecho de las mujeres a votar en elecciones locales y de los distintos estados, campaña que, al final, trajo resultados positivos en varios estados de EEUU. Pero en 1916, un grupo de sufragistas altamente militantes, dirigido por Alice Paul, formó su propio brazo político, el Partido Nacional de la Mujer (National Women’s Party, NWP), y adoptó un nuevo rumbo al buscar que se enmendara la Constitución en lugar de probar la constitucionalidad del derecho al voto de las mujeres dentro del contexto de la Constitución tal cual se encontraba. Como retribución por sus esfuerzos, Paul y muchas de sus seguidoras terminaron encarceladas y sufrieron la indignidad de ser alimentadas a la fuerza entre otras humillaciones y privaciones, trato que, en última instancia, convirtió su causa en algo imposible de ignorar. Esto llevó, al final, a que la NAWSA, ahora con millones de miembros y dirigida por Carrie Chapman Catt, defendiera su causa e impulsara una enmienda que otorgara a las mujeres el derecho al sufragio.
Ese derecho se concedió después de tres largos años de debate legislativo en 1920 en la forma de la Decimonovena Enmienda a la Constitución Norteamericana que dice simplemente: “El derecho de los ciudadanos de los Estados Unidos a votar no será negado o abreviado por Estados Unidos o por cualquiera de sus Estados por razones de género.” 
Sin embargo, EEUU no fue el primero entre los pioneros en el logro del sufragio femenino. En Nueva Zelanda, el derecho de las mujeres a votar era una cuestión de larga data durante el siglo XIX, incluso mucho antes de que surgiera como tema político destacado en Norteamérica.
Como colonia británica, Nueva Zelanda estaba limitada por las mismas restricciones a la participación de las mujeres en la política que predominaban en la sociedad europea. Pero la colonia se jactaba de una filosofía democrática liberal muy fuerte dentro de una población bastante reducida. Ya para cuando la cuestión del sufragio universal estaba siendo debatida seriamente en el gobierno, las peticiones a favor del voto femenino habían obtenido las firmas de uno de cada cuatro europeos en el territorio.
Harriet Taylor Mill con su esposo, 
John Stuart Mill
Altamente influyentes en la campaña inicial a favor del sufragio femenino en Nueva Zelanda fueron los tenaces esfuerzos de Anne Ward, jefa de la rama colonial neozelandesa de la Unión Antialcohólica de Mujeres Cristianas. Pero también muy influyentes fueron los escritos del inglés John Stuart Mill, una de las figuras más destacadas de la historia del liberalismo y ardiente promotor de las libertades individuales. La contribución de Mill al sufragio femenino se fortaleció por obra de la inspiración que recibió de su segunda esposa, Harriet Taylor Mill, ella misma una filósofa política y social de renombre, y una importante voz por los derechos de la mujer.
Al presentar su causa, las mujeres sufragistas argumentaron que la incorporación de las mujeres a la mezcla política traería consigo un nuevo y alto estándar de ética y moralidad. Los opositores replicaron que el lugar de la mujer estaba en el hogar y que permitir que ellas entraran en política socavaría las tradiciones del hogar y de la familia. Pero los defensores de las mujeres retrucaron que era precisamente a través de un interés activo en la política que las mujeres podrían ayudar a proporcionar protección y promoción a los valores familiares.
Kate Sheppard
Como resultado de los esfuerzos incansables de sufragistas posteriores como Kate Sheppard, Catherine Fulton y Mary Ann Müller, las mujeres obtuvieron finalmente el derecho a votar en Nueva Zelanda en septiembre de 1893, casi tres décadas antes de que se reconociera el derecho de voto de las mujeres estadounidenses. Sin embargo, se seguía prohibiendo que las mujeres ocuparan cargos políticos en Nueva Zelanda. No obstante, las mujeres neozelandesas se negaban a renunciar a la lucha por sus derechos hasta que ésta llegara a su fin, y en ese mismo año, Elizabeth Yates se convertiría en la primera mujer en todo el imperio británico en ganar un puesto político de importancia. Fue elegida para dirigir el gobierno de la ciudad neozelandesa de Onehunga (que hoy forma parte de Auckland).
Un año antes de que las mujeres estadounidenses ganaran el derecho a votar, tres neozelandesas ya se habían presentado como candidatas para bancas en la cámara baja de la legislatura de ese país. Sin embargo, llevaría otra década y media para que una mujer fuera elegida al gobierno. Fue en 1933, cuando Elizabeth McCombs se presentó con éxito y obtuvo el escaño de su difunto marido en la Cámara de Representantes.
Elizabeth McCombs
Una vez que ese techo de cristal se rompiera, se eligieron otras mujeres de varios partidos a la cámara baja del parlamento neozelandés en 1938, 1941, 1942 y 1943.  
La justicia que las mujeres de Nueva Zelanda buscaron y ganaron en los siglos XIX y XX también condujo a otros avances significativos en materia de derechos civiles en ese país. Aquí, algunos ejemplos prominentes: Margaret Magill ya había marcado un hito al ser lesbiana públicamente asumida, quien ejerciera con éxito cargos como profesora y administradora dentro del sistema educativo de Nueva Zelanda. Pero en 1926, ella avanzó aún más sobre estos logros postulándose y ganando un puesto en el Consejo Ejecutivo del Instituto Educativo de Nueva Zelanda (NZEI). Iriaka Ratana, por su parte, se convirtió, en 1949, en la primera mujer de raza nativa maorí en ser elegida al parlamento neozelandés. Y aunque Estados Unidos aún hoy no ha logrado elegir a una mujer como jefa de gobierno, Nueva Zelanda se jacta de dos: Jenny Shipley (1997-1999) y Helen Clark (1999-2008).
Sin embargo, el primer país que otorgó derechos políticos plenos a las mujeres fue Finlandia. Esta decisión histórica se produjo en 1906, antes de la fundación de la República de Finlandia, cuando el país todavía era parte de una monarquía. La medida otorgaba a las mujeres tanto el derecho a votar —con lo cual Finlandia se convirtió en la segunda nación del mundo (después de Nueva Zelanda) en hacerlo, así como la primera en Europa— como el derecho a postularse para cargos públicos. Las primeras mujeres parlamentarias del mundo fueron elegidas a la legislatura finlandesa al año siguiente.
Una de las razones por las cuales el sufragio tardó en tomar fuerza como tema de importancia en materia de conquistas sociales en los Estados Unidos antes de la Guerra Civil era su vínculo con los liberales abolicionistas antiesclavistas. Irónicamente, mientras que muchos abolicionistas también apoyaban e incluso abogaban por el sufragio femenino, otra importante corriente dentro del abolicionismo sostenía que la participación en el activismo político radical llamaría la atención de manera potencialmente perjudicial a los abolicionistas en su conjunto, obstaculizando el trabajo práctico del movimiento, como el que realizaba el “ferrocarril subterráneo”, organización militante que ayudaba a los esclavos a escapar de sus “amos” en el sur y llegar a estados antiesclavistas en el norte. Además, muchos de los principales abolicionistas, aunque simpatizantes de la justicia de los argumentos a favor de la igualdad, eran cuáqueros, cuya religión les prohibía participar en la política secular.
Con la aprobación de la Decimoquinta Enmienda a la Constitución de Estados Unidos en 1869, apenas cuatro años después de que terminara la sangrienta guerra contra la esclavitud, se otorgó a los hombres afroamericanos el derecho a votar, mientras que el negar ese derecho por motivos raciales se convirtió en inconstitucional. Pero al no añadir asimismo una prohibición contra la supresión del derecho a votar por razones de género, EEUU había logrado, tal como postularan las líderes sufragistas como Susan B. Anthony, la creación de una “aristocracia de hombres” que marginó a las mujeres por completo.
Manifestación por el derecho a votar, Suiza, 1957
Los avances mundiales en la lucha por el sufragio femenino han continuado a lo largo de las décadas de los siglos XX y XXI hasta el día de hoy. Puede resultar sorprendente para muchos que la última nación en Europa para otorgar a las mujeres los derechos políticos plenos fue Suiza. Las mujeres en ese país no obtuvieron el derecho al voto hasta 1971, y la última jurisdicción en Europa en conceder el sufragio femenino fue el cantón suizo de Appenzell Innerhoden, en 1991. Incluso a nivel cantonal local, las mujeres sólo se ganaron acceso al voto muy paulatinamente, sobre el transcurso de tres décadas, entre 1959 y 1991. Aliada de Occidente en el Oriente Medio hace décadas, Arabia Saudita comparte sólo muy escasamente cualquiera de los ideales declarados del Oeste cuando se trata de democracia y derechos individuales. El país árabe sólo otorgó a las mujeres un derecho muy limitado a votar en el 2015.
Aunque se podría argumentar que los derechos al voto de las mujeres siguen siendo limitados en cierto modo (prueba de alfabetización, propiedad, etc.) en ciertos países del mundo, Arabia Saudita es uno de sólo dos países formalmente reconocidos en el mundo donde las mujeres no pueden votar de manera alguna a nivel nacional. El otro es el Vaticano, donde sólo a los hombres se les conceden derechos políticos.

Aun cuando los políticos tienden a llenarse la boca de democracia en Occidente y en otras partes del mundo, las mujeres, que constituyen aproximadamente la mitad de la población mundial, han sido largamente tratadas (y aún siguen siendo tratadas a menudo) como ciudadanas, no de segunda, sino de cuarta clase. Se puede afirmar con seguridad que la mayor parte de las aberraciones políticas y sociales cuyos efectos el mundo ha padecido, y aún sigue padeciendo hasta el día de hoy, han sido por obra exclusiva de los líderes políticos masculinos y, muchas veces, con la anuencia de sus seguidores entre los votantes masculinos. Las mujeres sólo ahora están saliendo gradualmente de la oscuridad histórica hacia el primer plano político. Y tendrán que ignorar la influencia predominante de sus homólogos masculinos y poner en juego sus propios valores creativos políticos, éticos y humanos para demostrar cómo, una vez que hayan logrado estar en pie de igualdad, pueden cambiar el mundo y hacer de él un lugar más seguro, más unificado, más humano y mucho más socialmente progresista en donde vivir.

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