Aquellos de nosotros que crecimos en la América del Sur de las décadas
de 1950, ‘60 y ‘70 conocemos muy bien
cuán frágil es la democracia. La máxima manifestación externa de la muerte de
una democracia es ese momento culminante cuando los tanques salen de las bases
militares y ruedan por la calle, los líderes electos son exiliados o encarcelados,
se suspenden las garantías constitucionales y se instala la represión a la ciudadanía
como norma del poder político.
Pero ésta rara vez es una primera señal sorpresiva del colapso de la
libertad y la democracia. Muy a menudo las instituciones democráticas están en
un estado tan debilitado que una toma de poder dictatorial es casi una
conclusión inevitable. Otras veces estas instituciones han sido tan infiltradas
por elementos populistas y/o elementos autocráticos de cualquier otro tipo que
un golpe por sí se vuelve completamente innecesario y redundante. En estos
casos, la democracia simplemente gime y muere, estrangulada por una elite
política o por un dictador, sin que nadie monte defensa vigorosa alguna hasta
que es demasiado tarde. Y muchas veces, aquellos que han sido criados creyendo pasivamente
que la democracia constitucional es una “institución garantizada y permanente”
se quedan de brazos cruzados, casi intencionalmente, viendo cómo expira, y,
aparentemente, sin comprender lo que están presenciando.
Cristina Kirchner y Hugo Chávez...un affaire político |
El año pasado, en numerosos lugares del mundo, la democracia se
encontraba en crisis. Y parecía como si muchos autócratas estuvieran
aprovechando la oportunidad de atacar mientras las condiciones fueran
favorables y Estados Unidos, alguna vez la luz que guiara los principios
democráticos, entró en su propio modo de deterioro democrático.
Quizás fuese elegido libremente el difunto presidente de Venezuela,
Hugo Chávez, pero como muchos otros autócratas populistas anteriores en el
mundo, utilizó su amplia popularidad —junto con la distribución de la riqueza
que su país había derivado del petróleo— como un medio para expandir su poder
personal. Una vez instalado como autócrata populista, pudo perseguir libremente
a sus opositores políticos, sesgar los tribunales a su favor, silenciar o
intimidar a los medios de comunicación independientes y, finalmente, eliminar
el límite en la cantidad de veces que un presidente podía acceder al poder.
Este fue un patrón emulado por varios otros líderes sudamericanos, quizás más
notablemente por la ex presidenta Cristina Kirchner en Argentina. Pero allí, la
democracia constitucional prevaleció y fue, finalmente, remplazada en el cargo
en una transición democrática relativamente sin sobresaltos.
Maduro...línea dura |
En Venezuela, sin embargo, el modelo autoritario populista estaba
mucho más atrincherado. Pero el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, no posee el
carisma de Chávez y cuando los precios internacionales del petróleo se
desplomaron, ya no tenía los medios para comprar la lealtad popular. El año
pasado se ha visto una profundización de la crisis venezolana a tal punto que
el gobierno supuestamente “socialista” de Maduro ha recurrido a las tácticas de
mano de hierro generalmente asociadas con las dictaduras militares de extrema
derecha, incluso hasta el punto de disolver la ya en gran medida subyugada rama
legislativa y de desatar una represión extremadamente dura contra la disidencia
popular.
La democracia también se ve menoscabada —si bien bajo distintas
circunstancias y en diferentes grados— en zonas muy separadas entre sí en el
mundo: desde Hungría hasta Polonia, desde Rusia hasta Turquía, desde Filipinas
hasta Sri Lanka, y desde Camerún hasta Zimbabue (en este último caso, donde se
celebrarán elecciones pero donde, como en Rusia, los que se han hecho cargo no
tienen intención alguna de perder). Y hablando de Rusia, para cualquiera que
tuviera dudas sobre las pretensiones autocráticas del hombre fuerte perenne
Vladimir Putin, en vísperas de nuevas elecciones —que, sin duda, ganará— la
candidatura de su único rival serio, el activista anticorrupción Alexei
Navalny, ha sido vedada. La prohibición se basa en cargos inventados con la
intención de mostrarlo como delincuente convicto.
Una vez que terminen las elecciones, Putin iniciará otro mandato al
frente del gobierno ruso que se extenderá hasta el 2024. Esto lo convertirá en
el líder ruso más políticamente longevo desde la era del dictador totalitario
Joseph Stalin.
Putin...siguiendo los pasos de Stalin |
En la mayoría de los casos, estos regímenes autocráticos mantienen una
apariencia de constitucionalidad, una parodia de gobierno democrático, incluso cuando
sus constituciones son modificadas o completamente reescritas para acomodar a
sus líderes actuales. Y el pueblo sigue votando (aunque a qué efecto es un
asunto, en general, menos que transparente). Pero en todos esos casos, los
principios de la vida democrática, desde los derechos y las libertades
individuales hasta la libertad de expresión y la seguridad judicial, resultan
las primeras víctimas del autoritarismo prevalente.
En el 2017, los Estados Unidos de América, otrora metro con el cual se
medía la vida democrática en todo el planeta, proporcionaron al mundo un
ejemplo a seguir menos que estelar. El presidente, que asumió el cargo en EEUU
en el primer mes del año pasado, logró atraer los votos de sólo el 26 por
ciento de los votantes habilitados. Esto le dio el 46 por ciento de los votos
emitidos para los dos candidatos principales. Su oponente, la ex senadora y ex
Secretaria de Estado Hillary Clinton, ganó el 48 por ciento de los votos
emitidos para los dos principales candidatos y, en la votación popular, lo
superó al actual presidente en casi 2,9 millones de votos. Sin embargo, en un
controvertido capricho de la “democracia representativa” de Estados Unidos,
perdió las elecciones debido a un resultado muy debatido en el Colegio
Electoral. Aunque esto ha sucedido otras cuatro veces en la historia de los
Estados Unidos, los resultados de la votación popular en estos otros casos
siempre han sido mucho más reñidos. En este caso, el margen por el cual ganó
Hillary —más votos que el número total de habitantes en la ciudad de Chicago— fue
mucho mayor que cualquier diferencia por la cual un candidato presidencial de
los Estados Unidos había ganado el voto popular y aun así perdiera la elección.
Noam Chomsky, virtual decano de los pensadores liberales
estadounidenses y vigilante tenaz de los principios democráticos, ha señalado
en más de una ocasión que el Colegio Electoral, lejos de ser un garante de la
democracia estadounidense, es, de hecho, un factor limitante. Ha opinado que el
Colegio Electoral debería ser eliminado, pero agregando que es poco probable
que esto ocurra porque forma parte del sistema político originariamente
constituido en Estados Unidos. En una entrevista, Chomsky dijo alguna vez que,
si bien los padres fundadores de los Estados Unidos querían un sistema
ampliamente democrático, también deseaban asegurarse de que nunca hubiera “demasiada democracia”. Y el Colegio
Electoral era una póliza de seguro contra eso.
Chomsky...democracia regresiva |
Según Chomsky, “se suponía originariamente que el Colegio Electoral sería
un cuerpo deliberativo extraído de las élites educadas y privilegiadas. No
necesariamente respondería a la opinión pública, que no fue muy bien
considerada por los fundadores, por decirlo suavemente.” Continúa diciendo: “‘La
masa de gente...rara vez juzga o determina lo correcto,’ como dijo Alexander
Hamilton durante el encuadre de la Constitución, expresando una opinión de
élite común.” Chomsky agrega que “es sólo uno de los muchos factores que contribuyen
al carácter regresivo del sistema político [de EEUU], que...no pasaría examen
alguno bajo las normas [democráticas] europeas.”
No cabe duda de que los redactores originales de la Constitución de
EEUU vieron la idea de un Colegio Electoral como un medio para proteger los “intereses
nacionales” en caso de que un candidato fuera elegido por voto popular a quien
consideraban inadecuado para el cargo. Pero algunos analistas han argumentado
recientemente que el actual presidente es precisamente el tipo de candidato
contra el cual se creó dicha herramienta para la protección de la democracia
estadounidense. Y, en cambio, terminó siendo una herramienta que aseguró que él asumiera el cargo.
El fenómeno Trump... |
A pesar de esto, vale la pena preguntar qué tan independientes del
sentimiento popular son los electores en el Colegio Electoral. La respuesta es
una cuestión de los derechos de los estados individuales: Ciertos estados
tienen reglas que obligan a sus electores a seguir la voluntad de la mayoría
del pueblo estatal. Pero en otros estados, los miembros del Colegio Electoral
son básicamente agentes libres quienes pueden votar por quien les parezca
mejor. Y cuando lo hacen, rompiendo filas con la tendencia popular, son
considerados “electores infieles”.
A continuación, algunos ejemplos: en el Estado de Washington, cuatro
electores en las últimas elecciones presidenciales, de quienes originariamente
se esperaba que votaran por Hillary Clinton desertaron, pero no hacia Donald
Trump. Tres votaron por el ex secretario de Estado de la Administración Bush,
el general Colin Powell. El otro votó por Faith Spotted Eagle, una activista
indígena quien se opuso al oleoducto Dakota Pipeline. Un elector
de Hawai, que también probablemente votaría por Hillary, votó en cambio por el
senador independiente Bernie Sanders, a pesar de que Sanders ya no estaba en la
campaña a la presidencia y había pedido a sus seguidores que votaran por
Clinton, para negarle las elecciones a Trump. Y estos no fueron los únicos casos
de electores que simplemente ignoraron las tendencias de votación popular en
sus estados, y muchos de los que sí lo hicieron, finalmente emitieron sus votos
para Trump.
Esto no debe tomarse como una declaración crítica contra el sistema de
EEUU en su conjunto, que he admirado durante mucho tiempo. Pero sí sirve como
una explicación al menos superficial de cómo alguien tan impopular con la
mayoría de los estadounidenses y cuya filosofía política y social está tan
aparentemente divorciada de los principios democráticos de ese sistema puede, sin
embargo, encontrar un camino hacia la Casa Blanca.
En su nuevo libro titulado How
Democracies Die (“Cómo mueren las democracias”), los profesores de la
Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt hacen una pregunta acuciante:
Considerando la dirección política tomada por la era Trump, ¿qué tan vulnerable
es la democracia estadounidense a tal destino? En pocas palabras, los autores
indican, “Los demagogos extremistas surgen de vez en cuando en todas las
sociedades, incluso en las democracias sanas. Una prueba esencial de este tipo
de vulnerabilidad no es si surgen tales figuras, sino si los líderes políticos,
y especialmente los partidos políticos, trabajan para evitar que éstas accedan
al poder. Cuando los partidos establecidos invitan interesadamente a los
extremistas a sus filas, ponen en peligro la democracia.”
He aquí el problema: en las campañas preliminares para las elecciones estadunidenses
del 2016, el Partido Republicano (GOP) tenía una verdadera canasta de
candidatos, en gran parte mediocres, ninguno de los cuales parecía capaz de
ganarle a la demócrata Hillary Clinton, y quizás tampoco al senador independiente
Bernie Sanders. La combinación de la desesperación del Partido Republicano por
ganar y su sorpresa ante la pequeña pero ruidosa base ultraderechista y
evangélica que repentinamente se unió al empresario multimillonario Donald
Trump llevó a los líderes del partido, con pocas excepciones, a aceptar la
candidatura de Trump, pese a que nadie estaba muy seguro de su política, de su
conservadurismo o de sus lealtades, que, al parecer, resultaron ser sólo hacia
él mismo. Básicamente, el Partido Republicano se prestó como un vehículo para
las ambiciones políticas de Trump y le permitió usurpar el poder del GOP en su
calidad de uno de los dos principales partidos políticos del país.
Ya para mediados del año pasado, en el informe anual del Global Peace Index (Índice Global de la
Paz) o GPI, publicado por el Institute
for Economics and Peace, Estados Unidos había precipitado once escalones hacia
abajo desde su ya embarazosamente bajo escalón en la lista hasta el puesto 114
de 163, en el ranking de los países más (y menos) pacíficos del planeta,
mientras que la mayoría de sus principales aliados internacionales se ubicaron
dentro de los veinte primeros puestos. Vale la pena señalar que el GPI basa sus
informes anuales en datos del año anterior, por lo cual, son datos de antes de
que Trump jurara como presidente. Pero aun así, el informe hizo mención
especial al hecho de la gran agitación política que surgiera de la victoria
electoral de Trump en el 2016, indicando que la misma fue una de las
principales razones para las cuales EEUU continuó su caída libre en la escala
de paz mundial.
El GPI toma en cuenta una amplia gama de criterios que contribuyen al
establecimiento de una existencia (y coexistencia) pacífica. Estos incluyen,
entre muchos otros, la inestabilidad política, la facilidad de acceso a las
armas de puño y ligeras, la capacidad de armas nucleares y pesadas, el número
de personas encarceladas por cada 100.000 habitantes, la probabilidad de
manifestaciones violentas, la inestabilidad política, las relaciones con los
países vecinos, etc.
Será interesante ver dónde se clasifica a los EEUU cuando salga el próximo
informe del GPI a mediados del 2018, con datos del primer año desde la
inauguración de Trump. Ese informe seguramente tendrá que considerar la
creciente división entre los partidarios de Trump y los que no lo apoyan y el
estímulo que el presidente da a esa división; la continuación de las investigaciones
especiales y del Congreso sobre una posible colusión entre la campaña de Trump
y Rusia en la interferencia de Moscú en las elecciones presidenciales del 2016;
investigaciones sobre posibles cargos por obstrucción de la justicia contra Trump
y miembros de su entorno; el apoyo expresado por Trump hacia políticas penales
aún más severas en un país que sólo representa el 4,4 por ciento de la
población mundial pero que alberga más del 20 por ciento de los presos del
mundo (alrededor de 2,3 millones de personas); su enfoque hostil hacia las
relaciones con su vecino del sur, México; su defensa de la posesión por parte
de ciudadanos comunes de armas de guerra de uso militar; sus recomendaciones en
cuanto a distribuir armas nucleares entre más países (como Japón y Corea del
Sur) frente a una amenaza nuclear ahora clara en Corea del Norte; y sus
amenazas abiertas de usar las armas nucleares ante cualquier provocación, así
como su intensificación de las tensiones en el Medio Oriente al reconocer
oficial (y gratuitamente) a Jerusalén como la capital de Israel.
Si no fuera por otra cosa, las mentiras claramente documentadas del
presidente Trump y su caracterización de los medios convencionales como “noticias
falsas” (definidas por observadores objetivos como prácticamente cualquier cosa
que no concuerde con las posiciones del líder autocrático estadounidense),
cuando él y su séquito están continuamente generando información falsa, ha
servido como un ejemplo a seguir para los autócratas de todo el mundo y les
proporcionó una especie de “permiso” para tratar a los medios independientes de
sus países en términos similares. Esto en sí mismo es, en la medida en que la
base popular del presidente repita y crea sus falsas acusaciones, un precedente
peligroso para la democracia estadounidense y, como tal, para la democracia en
todo el mundo.
Según Levitsky y Ziblatt, “una vez que un aspirante a autoritario
llega al poder, las democracias se enfrentan a una segunda prueba crítica: ¿el
líder autocrático subvertirá las instituciones democráticas o se verá limitado
por ellas?” Agregan que “las constituciones deben ser defendidas por los
partidos políticos y por ciudadanos organizados, pero también por normas
democráticas o reglas no escritas de tolerancia y moderación. Sin normas
sólidas, los controles y equilibrios constitucionales no sirven como los
baluartes de la democracia que imaginamos que sean. Por el contrario, las
instituciones se convierten en armas políticas, manejadas con contundencia por
aquellos que las controlan contra quienes no... [L]os autócratas elegidos subvierten
la democracia, metiendo su gente en los tribunales y otras agencias neutrales y
convirtiéndolas en 'armas', comprando a los medios y al sector privado (o
intimidándolos para hacerlos callar), y reescribiendo las reglas de la política
como para perjudicar permanentemente a sus rivales. La trágica paradoja de la
ruta electoral hacia el autoritarismo es que los enemigos de la democracia usan
las mismas instituciones de la democracia...para matarla.”
En este sentido, los coautores de How
Democracies Die creen que “...Estados Unidos falló en la primera prueba que
se presentó en noviembre del 2016, al elegir un presidente sin lealtad auténtica
hacia las normas democráticas.” Opinan que no fue simplemente una profunda
insatisfacción de los votantes con el funcionamiento habitual de Washington que
hizo posible la sorprendente victoria de Trump, sino también, y más importante
aún, “el fracaso del Partido Republicano para evitar que un demagogo extremista
ganara la nominación.” Esta no es la primera vez —nos recuerdan— que ha
aparecido algún autoritario en el horizonte político de EEUU (como ejemplos
importantes, están los casos de Huey Long, Joseph McCarthy, George Wallace). “Pero
una protección importante contra los aspirantes a autoritarios no solo ha sido
el firme compromiso del país con la democracia sino, más bien, nuestros
partidos políticos, [como] guardianes de la democracia.”
Levitsky y Ziblatt |
Los profesores de Harvard señalan que “muchos observadores se
consuelan con la Constitución de los EEUU, diseñada precisamente para frustrar
y contener a los demagogos como Trump.” Después de todo, señalan, el sistema
madisoniano de controles y equilibrios ha perdurado durante más de dos siglos,
sobreviviendo a la Guerra Civil, la Gran Depresión, la Guerra Fría y Watergate.
Pero, ¿será capaz de sobrevivir a la embestida del trumpismo?
En cuanto a esta consideración, indican Levitsky y Ziblatt, “Estamos
menos seguros. Las democracias funcionan mejor —y sobreviven más tiempo— cuando
las constituciones se ven reforzadas por normas de tolerancia mutua y reserva
en el ejercicio del poder. Durante la mayor parte del siglo XX, estas normas
funcionaron como una especie de guardarail en la democracia estadounidense,
ayudando a evitar el tipo de luchas partidistas que destruyeron las democracias
en otras partes del mundo, incluso en Europa en la década de 1930 y en
Sudamérica en las décadas de 1960 y 1970. Pero actualmente, esas normas se
están debilitando.”
Los autores advierten que, durante la presidencia de Barack Obama,
muchos republicanos, en particular, abandonaron la moderación, remplazándola
con una estrategia de ganar por cualquier medio. “Donald Trump ha acelerado este proceso —escriben—
pero no lo causó. Los desafíos que enfrentamos son más profundos que un
presidente, sin importar cuán preocupante pueda ser éste.”
Una cosa es cierta, pase lo que pase, para bien o para mal, en el
próximo año —y de hecho durante el resto del mandato de Donald Trump— es
probable que los acontecimientos tengan un efecto duradero sobre la paz y la
democracia, no solo en los Estados Unidos, sino también en todo el resto del
mundo.
El final es para reir ? o para llorar ? jajajajajaja.....nunca habrá paz para el resto del mundo para ningún yankee , esté quién esté en el poder !!! quieren el mundo para ellos junto con los sionistas que hoy ya son dueños de EEUU.
ResponderBorrarQue hacer ante el temor entonces?
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