En su informe más condenatorio hasta ahora, un equipo de investigación
de las Naciones Unidas ha acusado al gobierno de Myanmar (ex Birmania) de
cometer graves crímenes genocidas contra la minoría étnica conocida como el
pueblo rohinyá. El foco principal de los incidentes genocidas ha tenido lugar
en el estado de Rakhine (Arakán), donde tradicionalmente se han ubicado los
asentamientos rohinyás más grandes. Pero el estudio de la ONU también se basó
en testimonios sobre abusos criminales en los estados de Kachin y Shan.
El pueblo rohinyá afirma que sus raíces en Myanmar se remontan al
menos a mil años. Su nombre, que también es el nombre del idioma indoeuropeo
que hablan, significa, literalmente, "la gente de Rohing". Rohing era
el antiguo nombre del reino que más tarde se conocería en tiempos coloniales
británicos como Arakán, y que hoy se conoce como el estado de Rakhine. Los rohinyás,
por lo tanto, se consideran, justamente, como indígenas de la región.
El gobierno de Myanmar, por su parte, califica a los rohinyás como
"extranjeros", rehusándose a llamarlos rohinyás y refiriéndose a
ellos como "bengalíes". Como tal, el gobierno ha despojado a los rohinyás
de su ciudadanía y se ha negado a reconocerlos como una etnia birmana autónoma.
Esto es, en gran medida, un prejuicio religioso, ya que la mayoría de
las etnias reconocidas por Myanmar profesan el budismo, la fe de
aproximadamente el 88 por ciento de la población birmana. La gran mayoría de
los rohinyás son musulmanes (aunque una minoría pertenece a la fe hindú), y la
presión por lograr la autonomía de los rohinyás más radicales ha suscitado
temores en el gobierno birmano y en la población mayoritaria, de la formación
de un radical enclave separatista musulmán, como los creados en otros lugares
por los talibanes, al-Qaeda e ISIL.
La persecución y el ostracismo que los rohinyá han padecido a manos
del gobierno birmano en los últimos años —una intensificación de políticas
segregacionistas que datan de al menos tres décadas y media— han tendido a
galvanizar la búsqueda entre los rohinyá de una identidad propia. En otras
palabras, estas políticas extremistas han tenido, precisamente, el efecto
opuesto al buscado por el gobierno y por el ejército de Myanmar, cuyo propósito
ha sido robar a los rohinyás su identidad y desbandarlos como un pueblo
autónomo. Este efecto ha sido subrayado por el hecho de que los rohinyás,
debido a que el gobierno birmano los despojó de su ciudadanía, se han
convertido en un pueblo apátrida, que está siendo sistemáticamente perseguido
en su tierra natal.
Pese al último informe de la ONU sobre la situación, lo que debería
conocerse ahora como el genocidio rohinyá todavía se conoce como "una
crisis", el término diluido utilizado para describir los terribles
incidentes que han tenido lugar en el transcurso de los últimos tres años. La
difícil situación del pueblo rohinyá recuerda a lo que sucedió durante el
genocidio de Ruanda. En aquel entonces, como ahora, el mundo no logró tomar
medidas decisivas para detener a un gobierno que estaba perpetrando el
asesinato masivo de una etnia tribal. El resultado en el caso de Ruanda fueron
los brutales asesinatos respaldados por el gobierno de al menos 500 mil
(algunos estiman hasta 2 millones) de miembros del pueblo tutsi.
El informe de la ONU ya ha sido duramente criticado por el poderoso
ejército de Myanmar. Min Aung Hlaing, comandante del ejército birmano, afirmó
recientemente que las Naciones Unidas no tenían derecho a interferir en la
soberanía de su país, en respuesta a un llamamiento de investigadores de la ONU
para que él y otros altos líderes militares fueran procesados por genocidio en
la Corte Penal Internacional (CPI). También criticó los reclamos de la ONU para
que los militares de Myanmar salgan de la vida política en ese país, donde las
fuerzas armadas aún ejercen un poder omnipresente, incluso después de una
transición superficial al gobierno civil hace siete años.
El general Min Aung Hlaign |
El general Min se equivoca, por supuesto, en cuanto no sólo al
concepto del informe, sino también al propósito de la ONU. El genocidio es un
crimen contra la humanidad, y como tal, cae bajo la jurisdicción de la
comunidad mundial y del derecho internacional. La confección del informe de la
ONU, por lo tanto, no constituye "entrometerse en los asuntos
internos" o la soberanía de Myanmar, sino que reconoce y proporciona
información detallada sobre crímenes de lesa humanidad, que se encuentran dentro
del ámbito del derecho internacional. Más allá de las fronteras de su propio
país, el general Min y sus principales colegas no son líderes militares temidos
y respetados, sino más bien sospechosos de ser criminales que habrían perpetrado
las peores acciones imaginables contra un segmento de la población birmana.
Funcionarios de la ONU y organizaciones internacionales de derechos
humanos describen la persecución más reciente de los rohinyás como una "limpieza
étnica". Pero incluso antes del genocidio en curso, la política de Myanmar
hacia los rohinyás estaba siendo comparada por muchos con el cruel sistema
segregacionista conocido como "apartheid" que alguna vez prevaleció
en Sudáfrica. No es, por cierto, el menos destacado de los que hacen esta
comparación el ganador del Premio Nobel de la Paz y obispo anglicano Desmond
Tutu, quien vivió bajo el apartheid y sabe de qué habla. A modo de ejemplo, no
solo se ha despojado a los rohinyás de su ciudadanía birmana, sino que también
se les ha negado la libertad de movimiento, la educación estatal para sus hijos
y el acceso a empleos en el servicio civil.
Pero en los últimos tiempos a los rohinyás se les ha negado incluso
los derechos humanos más básicos: el derecho a la seguridad en sus hogares y el
derecho a la vida misma. Según el último informe de la ONU, las fuerzas de seguridad
y militares conjuntas de Myanmar, conocidas como el Tatmadaw, han participado en, o promovido activamente, la
incitación al odio y la intolerancia religiosa contra los rohinyás entre grupos budistas ultranacionalistas. El propio
Tatmadaw, el informe indica, viene
llevando a cabo "ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas, arrestos y
detenciones arbitrarias, tortura y otros malos tratos" contra la comunidad
rohinyá.
El informe indica que los investigadores encontraron pruebas
concluyentes de que las acciones de las fuerzas armadas del país
"indudablemente equivalen a los crímenes más graves según el derecho
internacional" en Rakhine, así como en los estados de Kachin y Shan, que se
encuentran, asimismo, plagados de conflictos internos.
Aunque el gobierno de Myanmar negó el acceso al territorio del país a
los investigadores de la ONU, el equipo de investigación entrevistó a 875
testigos que habían huido del territorio birmano. De los testimonios recibidos,
la investigación de la ONU pudo confirmar que el Tatmadaw había "matado indiscriminadamente, violado en grupo a
mujeres, atacado a niños y quemado aldeas enteras", agregando que la
violación, la esclavitud sexual y otras formas de violencia sexual y esclavitud
—todas las cuales constituyen crímenes de lesa humanidad— eran prácticas comunes.
Gran parte del rencor actual entre la mayoría birmana y los rohinyás
se remonta a las confusas secuelas de la Segunda Guerra Mundial cuando se
redibujaron los mapas del mundo entero. En ese momento, los líderes rohinyás
musulmanes buscaban que Pakistán, que en aquel entonces incluía el territorio
vecino que hoy es Bangladesh, anexara su territorio, como para eliminarlo de la
esfera de influencia de Birmania. El gobierno pakistaní se negó, sin embargo, a
hacer lo que los rohinyás le solicitaran, y eso llevó a algunos musulmanes a
tomar las armas para luchar en una rebelión separatista que duró hasta la
década de 1960. Hoy sigue habiendo un grupo separatista rohinyá conocido como el
ESRA (Ejército de Salvación Rohinyá Arakán). De hecho, la excusa del gobierno
de Myanmar para la más reciente represión general contra la población rohinyá
fue provocada por ataques que el ESRA llevó a cabo contra puestos militares
birmanos.
Pero la gran mayoría de los rohinyás son personas comunes y corrientes
que sólo quieren vivir en paz en su tierra natal. Y aunque los militares
birmanos puedan tener todo el derecho del mundo de perseguir y llevar ante la
justicia a los militantes armados que forman parte del ESRA, su persecución
sistemática y sangrienta contra el pueblo rohinyá en su conjunto debería
considerarse totalmente inaceptable.
Hasta hace unos años, cuando comenzara la represión genocida llevada a
cabo por los militares birmanos, había más de un millón de rohinyás viviendo en
Myanmar, la mayoría en el estado de Rakhine. Hoy, casi tres cuartas partes de
esa población viven en precarios campos para refugiados en Bangladesh. La
mayoría teme volver a sus hogares hasta que haya garantías internacionales para
su seguridad. Decir que a muchos de los que han permanecido en su tierra natal
no les ha ido bien es, claramente, una subestimación, como lo muestra
gráficamente el último informe de la ONU.
No hay duda de que, sin un coordinado y serio esfuerzo internacional,
la situación violenta en Myanmar no puede terminar bien. Solo puede terminar
como lo hizo el genocidio de Ruanda, con miles de personas que sufren
atrocidades inhumanas e indescriptibles como consecuencia de la intolerancia
religiosa y étnica, mientras que el resto del mundo se mantiene al margen y no
hace nada.
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